miércoles, 26 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - VI

VI

Los niños corrieron a los brazos de sus padres lanzando gritos, enérgicos saludos, abrazos, besos; algunos lloraban de pura alegría. Para sorpresa de los progenitores, los chicos no solo no habían sido dañados, sino que además algunos habían ganado peso y color en la piel; fruto de, para variar, una alimentación adecuada.

Sentado frente a una mesa con un candil y un puñado de papeles estaba Kiran, junto a Claudio, Balautena y Tonbery el alcalde. En una sillita se encontraba una niña de cortos cabellos pelirrojos; miraba al suelo, y no había dicho palabra alguna desde que llegaron.

—Ahora firme, don Tonbery —dijo Claudio—. Yo me he fiado de usted, ahora no me obligue a arrepentirme porque señor alcalde, si trata de volver a engañarme aquí va a pasar algo muy malo.

Kiran había escuchado al hechicero soltar multitud de amenazas desde que lo había conocido. Aunque no lo veía capaz de hacer daño a los niños, creía que, sin embargo, las amenazas hacia el alcalde sí debían de ser tomadas en serio.

—Sea razonable —pidió Balautena. Le había pedido muchas cosas desde que entraron en la cueva, pero el mago no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Llevarse a la niña no le servirá de nada, peor aún, tendrá una boca más que alimentar. Entre todos tenemos algún buen dinero ahorrado, tenemos cabras, vacas... Por favor, don Claudio. —Balautena había empezado a llamar ''don'' al hechicero recientemente.

—Doña Balautena —Claudio se levantó de la silla—. Observe mi aspecto. Cuando ve mi cara, mi ropa andrajosa, mi espesa barba... ¿Qué es lo que ve?

Balautena calló durante unos instantes.

—Un mago —dijo—, y... una buena persona, en el fondo.

El hechicero soltó una aguda carcajada.

—No conseguirá nada adulándome, señora. Tan solo que la gente de por aquí le empiece a perder el respeto, todos sabemos que puede hacer más que eso. Vamos dígame, ¿qué ve?

—Un mendigo —dijo el alcalde, aunque nadie le había preguntado.

—¡Muy bien! —exclamó Claudio con una sonrisa—. El alcalde lo ha adivinado. Eso es lo que ve la gente en mí, y lo mismo que usted, doña Balautena, vio en mi cara la primera vez que pasé por el pueblo. Pero en realidad soy mucho más que eso, soy un superviviente; y lo soy porque no hago alardes de dinero, porque no voy mostrando mis habilidades a las grandes masas. Soy un superviviente, doña Balautena, porque nadie se fija en quien basa su vida en el vagabundeo, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Porque los mendigos son invisibles para todo el mundo.

—No sé adónde quieres llegar.

—Usted, doña Balautena, ¿podría querer a alguien invisible? ¿Pasaría su vida vagabundeando, con quien sabe que nunca podrá regalarle una casa preciosa como la que usted posee, o que nunca podrá entregarle un anillo de pedida? ¿Pasaría su vida con alguien excluido por la propia sociedad?

Balautena no respondió.

—Tal como me imaginaba —siguió Claudio—. La gente como yo está destinada a vivir sola. Todos los que aquí os encontráis os sorprenderíais de la sabiduría que atesoro, porque en realidad no soy un mendigo, recordad, soy un sabio, y tales son mis conocimientos que a la propia naturaleza soy capaz de pedirle su ayuda —el mago soplo hacia su mano y en la palma se le formaron unas diminutas gotas de agua—, y ella me la concede. La magia es un pacto con la naturaleza; ella te presta su energía y a cambio toma una poca de la tuya. Si eres egoísta y tomas demasiado puedes llegar incluso a morir. ¿Alguno de vosotros sabía esto?

—Yo —anunció Kiran, apoyado en la pared.

—Y tu destino no será muy distinto del mío. —Claudio volvió a sentarse—. Lo que quiero decir, doña Balautena, es que no quiero morir solo, nadie quiere hacerlo. No busco alguien a quien llamar hijo, eso es algo imposible para la gente como yo. Quiero tener una persona a la que transmitir mi sabiduría, mis conocimientos, a la que enseñar todo lo bueno que he encontrado recorriendo el mundo y quizás, quién sabe, algún día puede que hasta ganarme su amor.

—No te quito parte de razón, brujo. —Balautena hablaba muy rápido—. Sé que es injusto que no puedas llevar una vida normal por parte de esos malditos Cuervos; no te ofendas, Kiran. —El Cuervo se encogió de hombros—. Y veo lógico lo que quieres, pero lo que vas a hacer es inmoral, egoísta y solo traerá el mal a la niña. La vas a separar de sus padres y a llevártela en contra de su voluntad, vas a destrozarle la vida a una niña de apenas diez años.

—¿Ah, sí? ¿Y dígame, doña Balautena, cómo sabe usted eso? —Claudio señaló a la niña pelirroja con la mano—. Incluso si tiene razón, ¿se ha parado acaso a preguntárselo?

El golpe fue certero. Ninguno de los dos, ni el padre ni la madre, se habían parado a preguntarle su opinión a su propia hija, que al fin y al cabo iba a ser la principal afectada en todo esto.

—Cleore —Tonbery se acercó a su hija de un salto—, tú nunca querrías algo así, ¿verdad? Separarte de tus padres... ¿para qué? ¿Para irte con este vagabundo?

La niña calló.

—Cleore, ¿tú no...?

—Sí, vamos. —El mago se levantó de la mesa—. ¿Dile, chiquilla qué es lo que quieres?

—Papá... —La niña finalmente habló—. Quiero irme con Claudio.

Durante algunos segundos nadie dijo nada.

—¡No puede ser! —gritó Tonbery, que casi tiró la silla al suelo—. ¡Imposible! ¡La ha hechizado, el brujo la ha hechizado!

Kiran negó con la cabeza.

—La niña habla por su propia voluntad, doy fe —dijo.

—¡Bah, mentiras, mentiras y engaños todo! —gritó Tonbery—. ¿Qué sabrás tú, si no eres más que un Cuervo incapaz de hacer su trabajo? Que los dioses me fulminen si no estás conchabado con este puto vagabundo.

—Contrólese, alcalde —Kiran lo sentó de nuevo en la silla con un ligero empujón—, no olvide con quién está hablando.

—Cleore. —Esta vez fue Balautena quien se acercó a la niña, la chiquilla se toqueteaba los cabellos pelirrojos con nerviosismo—. ¿Por qué quieres irte? ¿Por qué una niña querría separarse de su familia?

—Don Claudio dice que tengo talento, mamá —respondió la chica—, ¿te lo imaginas? Yo, que he nacido en un pueblo de cabreros y matacerdos, ¿una hechicera? —Los ojos de Cleore se iluminaron—. Si me voy con él llegaré lejos, podré hacer lo que pocos pueden hacer en el mundo. Si me quedo... ¿Cuál será mi destino en el mejor de los casos? ¿Ser maestra en un pueblo tan pequeño que ni siquiera da para llenar un aula? Y además, mamá, no pretendo ser cruel, porque sé que me quieres y que harías cualquier cosa por mí, pero lo que tenemos aquí dista mucho de ser una familia.

—Su hija es muy madura para su edad, doña Balautena —dijo Claudio—. Ella misma ha escuchado todo lo malo de su vida futura, pero también ha sabido apreciar lo bueno que le traerá; porque esta vida también tiene muchas cosas buenas, cosas inmejorables.

—¿Madura? —musitó el alcalde—. Y una mierda. Vamos, vete, vete con él, pero hazme caso, haz caso a tu padre, ¡las tres torres será lo único que veas cuando los Cuervos os atrapen! ¡La Torre del Hechicero, el Nido de Cuervos y la Torre de la Dama! Espero que disfrutes mucho del paisaje, ah sí, y de tu compañero de viaje.

—Claudio dice que podré venir a veros siempre que pasemos por el reino —continuó Cleore—. ¡Dice que me llevará a ver el mundo entero! ¡Desde los bosques de cristal hasta los mares celestes! Yo siempre he querido ver esas cosas, papá, pero nunca he salido de esta diminuta aldea. Hablas de que corro el peligro de que me encierren, pero de hecho, ya estoy en una prisión. Con Claudio tendré libertad al fin, me lo ha prometido. Y si al final llegase el día en que me atrapen, en mi nueva prisión podría dedicarme a enseñar mi magia a gente que necesita aprender a controlarla, a muchas más personas de las que hay en este diminuto pueblo.

—La gente promete muchas cosas —le contestó su padre—, pero rara vez las cumplen.

Claudio soltó una risa ronca.

—Bueno —dijo—, eso sí que es irónico, señor alcalde.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - V


V

—Pues ya los has visto —dijo Claudio—. ¿Algún comentario?

El brujo y el Cuervo salieron de la cueva. La noche era espesa aún, y las estrellas se reflejaban en los pequeños lagos de agua y lodo.

—Que has sido sincero —respondió Kiran—. Esos niños probablemente estén mejor cuidados que en sus propias casas. Pero no es excusa para haberlos raptado.

—Ya hemos discutido sobre lo que es justo y lo que no hace un rato, Kiran. Hemos dejado cada uno claras nuestras exigencias y no tiene sentido seguir repitiéndose.

—Solo por curiosidad —Kiran tosió—. Ya sé donde están los niños, los acabo de ver con mis propios ojos y ninguna de tus ilusiones podría ocultarme el camino de regreso. Así que, ahora, ¿qué me impide entrar ahí y llevármelos a sus respectivos hogares sin hacerte el menor caso? Todo el mundo estaría de acuerdo en que sería lo justo.

—Tienes la mala costumbre de juzgar lo que es justo y lo que no. Quizás sea lo justo para los niños, que han venido aquí sin tener culpa de nada, los pobres, y yo mismo lo admito. ¿Pero donde estaría entonces la justicia para el timador, y para el pobre hechicero que ha sido engañado?

—¿Y qué más me dará a mí lo que sea justo o lo que no? Digo yo que no soy más que un mercenario a sueldo. Lo más fácil sería hacer eso. Lo más sencillo. Y puede que hasta lo más lucrativo.

—Porque tú eres más que un mercenario a sueldo. Porque si quisieras hacer eso ya me habrías matado hace un rato. —El mago se encogió de hombros—. Mira, Cuervo; no sé adónde quieres llegar, ni a qué viene que me saques este tema ahora. No sé si en verdad es que te has replanteado que te estás tomando demasiadas molestias cuando simplemente podrías recoger tu paga por el trabajo, ni que mierda te ronda por la cabeza. Pero ten algo claro: si tú también pretendes engañarme, puede que me mates, puede que cobres tu recompensa; pero te doy mi palabra de que de esa cueva saldrán muchos menos niños de los que entraron.

—Vamos, Claudio, deja de intentar imponer una falsa intimidación, tú mismo sabes que lo que les has hecho no es justo. Mira en esa cueva, los has cuidado y alimentado mejor que si estuvieran en sus propias casas. No les harías ningún daño.

—Pruébame —respondió el brujo—. Estoy harto de esta justicia corrupta de mierda.

—No habrá necesidad de probar nada. Solo estoy divagando, yo sí cumplo mi palabra.

Claudio sonrió.

—Una pregunta más —continuó Kiran—, ¿por qué en otra cueva? ¿Por qué no los escondiste en la misma en la que estabas tú?

—Porque, Kiran, no podía...

Kiran no llegó a saber qué era lo que Claudio no podía hacer.

—¡Matad al brujo!

Iluminaban la ciénaga como un sol. Debían de ser al menos quince personas, armadas con antorchas e instrumentos de agricultura que bien podrían servir para cazar a un demonio. Kiran no se había percatado de su presencia hasta que ya estaban demasiado cerca como para intentar hacer algo.

—¡El brujo, el brujo! ¡Matad al brujo! —volvieron a gritar.

—Nos han seguido —señaló Kiran, aunque no hubiera hecho falta que lo hiciera.

—Tienes buena labia, Cuervo. Haber si los convences de que den media vuelta. —Claudio convocó una bola de fuego en su mano, la miró durante unos instantes y la hizo desaparecer—. Por su propio bien. No pienso esperar a adivinar lo que tienen pensado labrar con esas herramientas.

—No. —Kiran desenvainó su espada—. Voy a hacer algo mejor. Vamos a terminar con esto esta misma noche, aquí y ahora.

El hombre con cara de envalentonado que lideraba la marcha sintió la espada del Cuervo en la sien.

—Ni un paso más —ordenó Kiran—. Bajad las armas y calmaos; entonces, si estáis dispuestos, hablaremos.

—Nada de eso, Cuervo —le respondió el hombre—. Todos sabíamos que de la escoria como los de tu clase no podíamos fiarnos. No nos asustan tus amenazas ni tus trucos de alquimia.

—Eso solo significa que he de esforzarme más —dijo Kiran.

Descendió su espada hasta el cuello del hombre, y apretó hasta que un reguero de sangre comenzó a descenderle hasta el jubón.

El tipo cayó al suelo, se tocó la herida y gimió.

—¡Me has hecho sangre! —Quiso gritar, pero no se atrevió a hacerlo.

—Pues ponte una tirita —le contestó Kiran.

—¡Ya basta, Cuervo!

El alcalde salió de entre la multitud. Llevaba una antorcha en la mano y una expresión en la cara que casi parecía denotar cierta valentía. Casi.

—Sabía que los de tu clase no eran personas de fiar —continuó—, pero desde luego no imaginaba que fueras a aliarte con un ladrón de niños. ¡Puede que incluso un asesino! Hice bien al no confiar en ti del todo; en darte un tiempo de prueba. Finalmente mis dudas han quedado confirmadas.

—Calla de una vez, escoria. El Cuervo es la persona más decente de cuantos hay aquí. —Claudio escupió—. Haces bien tu papel delante del pueblo, de pobre alcalde estúpido e impotente carente de culpa. Basura. ¡Que sepáis todos los aquí presentes, que si habéis perdido a vuestros hijos es porque vuestro alcalde tiene la lengua demasiado larga prometiendo pagos que no puede realizar!

El alcalde soltó una carcajada mientras negaba con la cabeza. Claudio lo agarró por el cuello del jubón.

—Viejo —dijo el mago—, cumple con tu deuda o te juro que...

—Te he dicho que nada de violencia —le susurró Kiran.

El alcalde se separó de Claudio, después se sacudió el jubón.

—¿Veis, mis buenos señores, los actos de estas personas quienes deciden echarme a mí, un hombre decente, la culpa de sus viles maldades? Secuestran, inventan, mienten, y en última instancia, amenazan —gritó—. ¿A quiénes creeréis, a estos rufianes? ¿O al que ha sido vuestro propio alcalde desde hace décadas?

—Yo no estoy exento de culpa, en parte —vociferó Claudio—, pero si vuestro alcalde hubiera cumplido su palabra, ya habríais visto todos a vuestros hijos.

El alcalde rió.

—No tienes pruebas —dijo—. No eres nadie, solo un mago vagabundo a quien nadie en su sano creería. Así que, pueblo de Lodendar, ¿cuál es el veredicto?

Claudio se inclinó hacia Kiran.

—Empiezo a verme tentando de hacer que le explote la cabeza, Kiran —susurró el brujo.

—¿Y qué hay de mí? —Con la discusión nadie se había fijado en que Balautena se había incorporado a la multitud—. ¿Mi palabra es de confianza?

Un hombre desconocido dio un paso al frente.

—Doña Balautena —dijo—, usted es una mujer de bien, nunca la he visto actuar en contra del bienestar del pueblo y ha cuidado de nuestros hijos e hijas en su escuela tan bien como a su propia cría. —El tipo miró a su alrededor—. Usted es la maestra del pueblo, una persona buena y sabia, y creo que hablo en nombre de todos al decir que su palabra me importa por encima de la de cualquier otro.

—Gracias, Haythen. No me iré por las ramas, pues —dijo la mujer—. El alcalde os engañó, a todos. —La multitud cuchicheó, pero Balautena siguió hablando—. No solo a vosotros, a mí también. Era consciente de que conocía dónde se escondía este brujo, pero los motivos por los que me dijo no ir en su busca son un engaño. De no ser por el Cuervo, lo más probable es que nunca nos hubiésemos enterado y solo los dioses saben lo que hubiera sido de nuestros niños.

—De no ser por el Cuervo —dijo Claudio—, estaríais todos muertos, y vuestros hijos serían huérfanos. ¡Pensároslo mejor la próxima vez que decidáis enfrentaros a un hechicero de esta forma!

—¡Cállate ya, Balautena! —gritó el alcalde—. ¡Mierda, lo has estropeado todo!

—No me voy a callar, Tonbery, hace mucho que dejé de cumplir tus deseos, ¿recuerdas? Ahora dale al mago la suma que quiera que le prometieras. Puede que no estemos suficientes personas para matar a un mago, pero nos bastamos para darte media vuelta y sacudirte hasta que caiga la última moneda de tus bolsillos. Después te meteremos en un saco y te tiraremos a un cenagal, como hicimos con ese peregrino de Tenebrae que intentó vendernos biblias.

—¡Déjate de tonterías, mierda Balautena! —gritó el alcalde, Tonbery—, ¡tú no sabes nada, joder!

—Lo que el bueno del alcalde me prometió —dijo el mago— no fue ninguna suma mastodóntica de dinero, no. El alcalde me debe a su hija, como pago por mi excepcional trabajo.

El alcalde fue a decir algo, pero nunca se supo qué. El ruido que hizo su cara cuando Balautena lo abofeteó le recordó a Kiran a los petardos que se lanzaban en muchas festividades.

—¿Pero cómo puedes ser tan hijo de puta? —dijo Balautena. Kiran no estaba seguro de si las palabras de la mujer tenían más de pregunta o de insulto.

—No, mierda Balautena, ¡tú no lo entiendes!

Balautena lo abofeteó de nuevo.

—No te atrevas a insinuar que hay algo que tú entiendes mejor que yo, o mejor que cualquier otra persona de los aquí presentes; porque eres la persona más estúpida que en mi vida he conocido, y la más cobarde. Dame una explicación ahora mismo, porque si después de tanto tiempo descubro que tu corazón está hueco te prometo que te lo arrancaré del pecho con mis propias manos.

Kiran había escuchado a menudo un dicho que decía que una madre es capaz de todo: de morir y matar por sus hijos. El dicho, al parecer, era cierto o muy cercano a la realidad.

—No es exactamente así, Balautena. ¡Joder, ese mago me engañó! —gritó el alcalde—. Yo le dije que si espantaba a los monstruos le daría lo que quisiera, cualquier cosa; ¡pero ni siquiera esperaba que realmente fuera a hacerlo, solo parecía un vagabundo, un pintamonas de tantos! Pero luego llegó, y resultó que no, que no era un idiota, y que quería su pago, ¡a mi hija! ¿Y cómo infiernos iba a darle yo a mi hija? ¡A mi hija!

—Las palabras del alcalde son sinceras —dijo Claudio—, pero no le eximen de cumplir su parte del trato. Si aún así no quisieras cumplir con tu honor, podría llevarme a la niña por mi cuenta, al fin y al cabo ya la he raptado —se encogió de hombros—. Pero ya es bastante molestia huir de los Cuervos como para también tener que huir de los guardias reales. Quiero que firmes un papel donde tú, su padre, me entregues oficial y legalmente a tu hija. Y lo harás, o toda esta gente no volverá a ver a sus hijos. Como responsable te degollarán vivo y, al fin y al cabo, también me llevaré a tu hija, solo que con algunas molestias extra.

—Así que no eres un hijo de puta, Tonbery —corrigió Balautena—, sino simplemente un gilipollas. Eso te vuelve algo menos malo, pero no menos culpable. Debías haber prestado atención, debías haber escuchado a la voz del pueblo, ahora arrepiéntete, poco más puedes hacer.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - IV

IV

El Cuervo extendió una piel de oso sobre la hierba. Se puso de rodillas y abrió con cuidado un cofrecito revestido de tela que había sacado de las alforjas. De su interior extrajo un pequeño frasco relleno de una sustancia roja. Lo colocó en la olla sobre la hoguera.

Volvió a sacar algo del cofre; un mortero y un mazo. Echó algunos polvos de cicuta, midiendo la cantidad de estos al extremo, ya que un pequeño exceso podría provocar un efecto inesperado en la reacción. Después añadió un par de hojas de bellaflor, cinco tallos de siempreviva y un montón de plantas y hierbas tan poco conocidas que ni siquiera tenían nombre. Lo machacó todo con la fuerza con la que un chupacabras chupa a sus cabras, y lo introdujo en un frasco mezclado con un extraño líquido azul.

Esta vez lanzó la poción directamente al fuego, entre centelleos deslumbrantes del cristal.
Quitó la olla del fuego y la volcó con cuidado. Recogió el frasquito de cristal de encima de la piel, sin miedo, sabía que no se iba a quemar. El líquido de su interior había adoptado un color dorado, con algunas hebras rojizas que iban y venían.

Sacó otro frasco más de las alforjas de la yegua. Desenvainó su espada tras descorchar la poción, y vertió el espeso líquido de su interior sobre la hoja. Después, lo extendió por todo el acero con una piedra pómez.

Vació una cubeta de agua sobre la hoguera y recogió la poción azulada negruzca que había quedado sobre las ascuas. Tampoco se quemó en esta ocasión.
Se colgó las dos pociones en el cinturón al pecho y dejó las alforjas sobre la piel, deseando que nadie se cruzara con ellas.

«Solo dos pociones, hechicero. Dos más de las que quiero usar» —pensó.

Se introdujo en la cueva donde le había dirigido el rastro de pan. Era un lugar lúgubre, se oían numerosas gotas de agua caer sobre las rocas y estaba oscuro, muy oscuro. Podría haber tomado una poción para ver en la oscuridad. No era difícil, sabía hacerlo, lo había hecho muchas veces; pero ya había perdido demasiado tiempo preparándose.

Aún así, sus ojos estaban mejorados respecto a los de un humano normal, y las pupilas no tardaron demasiado en adaptarse a la penumbra.
Caminó por un largo corredor, después comenzó a escuchar una melodía. Una flauta.

Siguió la música y llegó a una gran sala. A diferencia del resto de la cueva, esta parte estaba iluminada con montones de antorchas y velas. Algunas estaban colgadas de forma normal en la pared, pero otras flotaban en el aire, como si se encontraran sobre un candelabro invisible. No solo estaba iluminada; esta zona había sido decorada con baldosines elegantes y cuadros de bodegones.

Y entonces vio al mago, tocando la flauta dulce tumbado sobre una roca enorme. Le miró. Realmente era como lo habían descrito: vestía unas ropas andrajosas, sucias y rotas; tenía el pelo sucio y enmarañado y su cara estaba cubierta por una espesa y oscura barba sin un atisbo de cuidado.

—¡Por fin! —exclamó el hechicero—. Justo cuando empezaba a barajar el suicidio como posible forma de diversión los pueblerinos deciden enviar a alguien a negociar. —Señaló a la espada de Kiran—. Espero que eso no sea por si decido negarme a tus ofertas. —El mago formó una bola de fuego en su mano, la miró durante algunos segundos y la apagó—. Porque, como verás, yo también tengo mis trucos.

—No desenvainaré la espada. Tienes mi palabra —respondió Kiran.

—Pues en ese caso, acércate, y di lo que tengas que decir.

Kiran caminó hasta la roca. El mago lo miró a los ojos; a sus ojos rojos.

—¡Traidores hijos de puta! ¡Un Cuervo han traído a por mí, ja!

El hechicero tocó una melodía diabólica con su flauta. Kiran sintió un hormigueo en su cabeza; pero nada más.

—¿Has terminado? —preguntó—. Las ilusiones te valdrán de bien poco contra mí.

El mago no respondió. Agitó los brazos de forma rítmica y una lengua de fuego recorrió toda la cueva. A Kiran le habían enseñado que la velocidad era primordial al enfrentarse contra un brujo; el combate debía de terminar rápido, por el bien del Cuervo.
Kiran se revolvió, agarró la poción azul negruzca de su cinturón y la lanzó al suelo. Se acurrucó y se vio envuelto por una cúpula mágica. El fuego le rodeo como si él mismo hubiera dejado de existir, después se levantó y antes de que al mago le diera tiempo de contraatacar, agitó la poción dorada y la lanzó contra el techo, justo encima del hechicero.

La explosión fue inmensa para tratarse de un frasquito tan pequeño. El brujo impidió que los escombros le cayeran encima usando una magia, y Kiran aprovechó la oportunidad.
Corrió hacia él, le puso el brazo en el cuello y lo estampó contra una pared adornada; con la otra mano sujetaba un puñal tan cerca de su ojo que casi se lo rozaba.

—Y ahora —dijo Kiran— si ya te has divertido, podemos hablar.

—¿No quieres matarme? —El hechicero sudaba a chorros.

—Si hubiera querido, esa poción dorada no habría explotado en el techo. —Kiran soltó al mago; este casi se cae al suelo.

—Un Cuervo que deja escapar a un mago. —El hechicero soltó una risa ronca, masajeándose el cuello—. Vaya mundo de locos.

—Primero dime qué has hecho con los niños y después veremos si te dejo ir.

—Sí, claro. Por supuesto. Al fin y al cabo, hasta ahora has cumplido tu palabra —sonrió forzadamente—. No has desenvainado tu arma. Soy un hombre muy formal, Cuervo, aunque lleve sin afeitarme desde que el archiduque Roke era cabo. Me gustaría saber tu nombre.

—Kiran, de Elias.

El mago soltó una carcajada.

—Me enfrento por fin a un Cuervo, y resulta que además se trata nada menos que de uno famoso —rió—. No hubiera sido mala forma de morir, quizá los juglares hubieran contado historias sobre esta noche. Yo soy Claudio del mar Sereno.

—No sé como se iba a extender tal historia. Aquí no hay ningún bardo y poca gente ha tenido el privilegio de verme en una taberna tan borracho como para ponerme a contar historias —le respondió Kiran—. Y ahora, los niños. Dime qué has hecho con ellos.

Claudio hizo un ademán con la cabeza.

—Los niños están bien. Vivitos y coleando, puede que hasta demasiado. Me he encargado de darles de comer y todo. Pero no volveréis a verlos hasta que el alcalde pague su deuda, y espero que no pienses en hacerme nada, porque entonces, me apena lo que pueda pasarle a esos pobres chicos cuando nadie pueda encontrarlos.

—Los chiquillos no tienen la culpa, Claudio —añadió Kiran—, déjalos ir.

—Me encanta la capacidad de raciocinio que tenéis las personas para vuestro interés propio, ¡es francamente sorprendente! —vociferó el hechicero—. ¡Los niños no tienen culpa de que sus padres prometan un pago que no pueden realizar! ¡Los padres no tienen culpa de que haya monstruos en su pueblo! ¡Y los putos monstruos no tienen la culpa de que su naturaleza les pida matar a gente! ¿Y qué pasa conmigo, Kiran? ¿Sabes acaso lo cansado que es pasarte toda la noche tocando esta puta flauta, sin dormir, y echando a todos los monstruos a tomar por culo? ¿Sabes que, de camino, me pidieron también expulsar a las cucarachas y hasta a las ratas como si fuera su puta chacha? ¿O acaso tampoco sabes de los peligros de la magia, y que por el simple hecho de espantar a esas bestias yo podría haber muerto?

—Conozco los peligros de la magia —le respondió Kiran—. También sé que a un hechicero profesional rara vez le ocurre nada malo por lanzar hechizos, siempre y cuando no abuse de ellos sin recuperarse físicamente.

—Rara vez ocurren las cosas —dijo Claudio—, hasta que ocurren. La realidad es que el riesgo existe, que el castigo físico de los hechizos está ahí y que a cambio de ello se me prometió una recompensa. ¿Acaso el zapatero arregla tus zapatos sin cobrar nada a cambio? ¿Acaso el herrero forja las armas gratis?

—No. Pero también hay que ser consecuente. Cuando la gente muere, muchos prometen lo que sea por una solución, como hizo nuestro alcalde; aunque al final acaben sin poder pagar ese «lo que sea» una vez todo ha terminado.

—¿¡Pero en qué quedamos los seres humanos si no podemos creer en nuestro prójimo, Kiran!? —gritó Claudio, caminando por la sala—. ¿¡En qué nos diferenciamos de los animales si las palabras se las lleva el viento!? Hoy reclamo lo que es mío por derecho, y juro por los dioses que el destino me acabará dando la razón a mí.

—Déjate de filosofar, brujo —respondió Kiran—. Comprendo lo que quieres decir, y en gran parte de doy la razón. Pero los niños no tienen culpa de nada; no deberían de ser usados como moneda de cambio.

—Estoy de acuerdo, y preferiría no tener que haberlo hecho. Pero como comprenderás, sentándome a esperar no conseguiría nada. Nadie consigue nada sin un acto de amenaza.

—Al final eres tú el que se va por las ramas —añadió Kiran—. Dime cuál es el trato para dejar ir a los niños.

—¡Yo solo quiero lo que me pertenece, Cuervo! —volvió a vociferar Claudio.

—Ya, ya —Kiran estaba cansado—. Pero dime de cuánto dinero estamos hablando.

—¿Dinero? —El brujo soltó una carcajada—. ¿Aún no te enteras de nada, verdad? No, no tiene nada que ver con el dinero. El pago que el alcalde me prometió fue algo muy distinto: su hija.

domingo, 25 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - III

III

La casa estaba vacía, silenciosa. Así eran los hogares de las mujeres que vivían solas, sin marido ni hijos. Lugares tristes, oscuros e inmutables, donde la tristeza y la nostalgia de momentos mejores se respiraban en cada rincón, en cada alfombra, en cada tapiz.

Pero no debería de ser así en este lugar.

Kiran tomaba la sopa despacio, con sonoros sorbidos. El ambiente no era el que él había esperado; de saber que se iba a encontrar con un lugar como ese hubiera hablado lo que fuera necesario con Balautena en las calles del pueblo. A él no le gustaba esto, le ponía nervioso, no sabía que hacer en este tipo de situaciones.

En las paredes habían colgadas cabezas de animales disecadas. Un oso, un alce, un lobo y un dientes de sable del norte con un pelaje blanco como la nieve. El antiguo marido de Balautena debía de haber sido dado a la taxidermia. A Kiran le parecía que hasta las caras de los animales muertos estaban tristes.

—¿Quieres repetir? —le preguntó Balautena.

—No. —Kiran apiló su plato sobre el de la mujer, sacó una pipa de su bolsillo y la encendió. El humo que desprendía olía a menta y a hierba húmeda—. Gracias por la comida y el hospedaje para la noche, por cierto. Pero creo que me habías pedido venir aquí por una razón relacionada con ciertos niños desaparecidos.

—Los niños; ah Cuervo, los niños. Alguien que nunca haya tenido uno jamás podrá saber ni por asomo lo que se siente al despertarse y descubrir que te han arrebatado a tu hijo de las manos. ¿Alguna vez has sido padre, Cuervo?

—No que yo sepa. —Kiran exhaló humo—. Aunque después de tantos años, ¿quién podría estar seguro?

Balautena se encogió de hombros.

—Las mujeres acabamos dándonos cuenta tarde o temprano —dijo—. En una ocasión conocí a una mujer que no se enteró de su embarazo hasta el día en que dio a luz. ¿Cómo puede ser eso posible, Cuervo? ¿Magia?

—He conocido a hechiceros capaces de hacer desaparecer un feto de más de cuatro meses, a otros capaces de cambiar el sexo del niño antes de nacer, y a otros, especialmente listos, capaces de hacer quedarse embarazada a una mujer por un método en el que dudo que la magia intervenga en absoluto. Pero nunca he sabido de ningún tipo de hechizo capaz de crear la vida. A veces la explicación más sencilla es la correcta.

—¿Y cuál es esa explicación tan sencilla?

—Pues —Kiran expulsó el humo de la pipa por la nariz— que muchas veces, a las chicas gordas les cuesta notar la diferencia entre estar y no estar embarazadas. Hay embarazos en los que las náuseas son mínimas, y en casos como el que explico, la barriga no crece mucho más de lo normal, menos aún si el niño resulta ser de baja estatura. ¿Me equivoco? ¿O acaso esa chica no sufría de sobrepeso?

—Pues estás en lo correcto. Era la hija de un burgués bastante suelto de dinero y siempre le recomendé que comiera menos y caminara más, o nunca encontraría marido. —Balautena rió—. Pero al final me equivoqué; encontró marido, y además no le costó demasiado.

Kiran no respondió.

—Pero bueno —siguió la mujer—, no me iré más por las ramas. Supongo que ya habrás hablado con el alcalde, y que te habrá pedido que busques a los niños por toda la ciénaga. No hace falta que me respondas, sé que lo ha hecho. Pero lo que el alcalde quiere no es más que retrasarte. Retrasarte a ti, y retrasar el día en que todos volvamos a ver a nuestros hijos, si es que ese día existe.

Kiran se chupó dos dedos y apagó la pipa con ellos. Volcó la ceniza junto con algunas hojitas chamuscadas en la mesa.

—¿Me estás diciendo que el alcalde me ha mentido? —preguntó.

—No te ha mentido —respondió Balautena—, pero tampoco te ha dicho toda la verdad.

—Las verdades a medias no se diferencian mucho de las mentiras, doña Balautena.

—Y en este caso menos todavía. Abre bien los oídos, Cuervo, y escucha; porque la voz del pueblo por fin va a hablar, y va a contarlo todo de una vez. Aún queda mucho tiempo hasta que amanezca, y pienso aprovecharlo al máximo —se inclinó sobre la mesa—. El alcalde nos advirtió de que no debíamos decírselo a nadie. De que si lo hacíamos, puede que jamás volviéramos a ver a nuestros hijos. —Balautena frunció el ceño—. Pero cada vez estoy más segura de que si no hago nada, de que si nadie hace nada, jamás volveré a ver a mi hija. Además, ya ha pasado una semana. Quien sabe si todavía quedan niños a los que encontrar.

El Cuervo no dijo nada.

—Todo comenzó hace no mucho —siguió—. Harán dos semanas o así. La ciénaga estaba infestada de monstruos como nunca antes lo había estado. No solo abejones, había de todo: susurradores, ninfas del pantano, insectos comehombres, lodamentos, chasqueadores... De todo lo horrible que te puedas imaginar que haya en una ciénaga, lo había aquí y multiplicado por diez. Murió alguna gente, y el resto estábamos asustados. Ni te imaginas el miedo que se siente cuando en mitad de la noche, empiezas a escuchar a los susurradores por todas partes alrededor de tu casa; o cuando oyes ese ruido infernal que hacen los chasqueadores. Los monstruos nunca se habían atrevido a entrar en el pueblo... pero no sabíamos qué día o qué noche eso dejaría de ser así.

»La gente estaba realmente asustada, Cuervo. No sabíamos ya que hacer. Incluso pensamos en mudar todo el pueblo, en irnos todos de aquí, a kilómetros de distancia de cualquier tipo cenagal e instalarnos allí de nuevo. Pero esto es Lodendar. Nuestros abuelos, nuestros bisabuelos vivieron aquí; habría sido una tremenda desgracia tener que marcharse. Y entonces, como caído del cielo, nos llega un hechicero. O eso decía él, ya que por las pintas que tenía casi le pegamos una paliza y lo echamos del pueblo metido en una bolsa, que es lo que solemos hacer con los mercaderes de judías mágicas, los vendedores de biblias y demás pintamonas.

—Y bien merecido que lo tienen.

—Sin duda —continuó Balautena—. Pero resultó que no; que este sí que era un mago de verdad. El alcalde lo contrató y le prometió que, aunque este era un pueblo humilde, le daría todo lo que pudiera darle si conseguía deshacerse de los monstruos. El hechicero sonrió con esos dientes podridos que tenía, y aceptó. Se pasó toda la noche tocando una canción infernal con una flautilla. Creíamos que el mago ese se estaba riendo de nosotros, pero a la mañana siguiente, ya no había monstruos en la ciénaga. Ni uno solo.

—Eso sí que me lo contó el alcalde —dijo Kiran.

—Pero seguro que se saltó las partes que le pareció convenientes. Aún así, si no te mandó fuera del pueblo nada más llegar y decidió contarte algo sobre el tema, por poco que fuera, es porque pensará usarte como última opción contra el hechicero, si no encontrara otra solución por su cuenta.

—Creo que ya sé por donde van los tiros con lo del mago. —Kiran se frotó el dedo índice con el pulgar—. ¿El alcalde se negó a pagar?

Balautena suspiró.

—No sé cuál sería la suma que el hechicero le pidió —dijo—, pero el alcalde aseguró que jamás en toda su vida podría pagarla. Es todo culpa suya, es un estúpido. Cuando haces un trato con alguien tan poderoso como un hechicero tienes que estar seguro de que podrás cumplir tu parte.

—¿Entonces —dijo Kiran— como no pagasteis, el mago se llevó a vuestros hijos?

—Tal que así. Nos dejó una nota; ponía: «Cuando estéis dispuestos a pagar, seguid el pan». Supongo que ya habrás visto el rastro de migas de pan que recorre el pueblo.

—Sí, aunque preferí no ir adonde quiera que llevase. Últimamente a muchos idiotas les ha dado por guiar a la gente a emboscadas mediante rastros de pan. ¿Por qué no quería el alcalde que encontrara al hechicero?

—Porque tiene miedo, Cuervo —respondió Balautena—. Dice que si vamos allí sin el pago, matará a los niños. Quiere ganar tiempo. ¿Pero para qué quiere tiempo, si no va a hacer nada? Y ahora nos llega por gracia de los dioses un cazador de magos. Sea como sea, eres nuestra ocasión para recuperar a nuestros hijos. La única.

—¿Y los niños siguen vivos? —preguntó Kiran.

Balautena se encogió de hombros.

—Todos queremos creer que sí —dijo.

—Suficiente. —Kiran se incorporó de un salto.

—¿Adónde vas, Cuervo?

—No voy a esperar al amanecer, doña Balautena. He decidido que si esos niños han podido aguantar una semana sin sus familias, yo también podré aguantar a un puñado de cocodrilos en la oscuridad.

Kiran caminó hacia un extremo de la sala. Las bisagras de la puerta chirriaron al abrirse.

—Cuervo, una cosa más —le dijo Balautena—. Te pido por favor que no seas duro con el alcalde, aunque yo misma lo haya sido. Es un cobarde, sí, es un estúpido también; pero es buena persona y quiere a su hija como nadie más lo hace en el mundo.

—¿Y por qué debería nadie querer a una niña más que su propio padre? —preguntó el Cuervo.

—Porque su hija es también la mía —respondió la mujer.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - II


II

Un montón de huesos. Olía a cieno, a estiércol, a un montón de olores nauseabundos. Y a muerte.
Kiran había perdido cualquier tipo de escrúpulo hacía tiempo. Metió la mano en la pira y observó con detenimiento varios cráneos diminutos. La montaña de miembros descompuestos centelleaba dorada bajo la luz del crepúsculo.

El cuervo se mostraba cada vez más atento en su tarea, más preocupado a cada segundo. Miraba la siniestra esfera blanquecina y le daba vueltas, nervioso. Observó un húmero, un costillar, unas falanges de extrañas formas.
Y entonces vio un cuerno partido, y su preocupación desapareció por completo.

Cabras. Al final solo eran cabras. Aquí debía de ser a donde los campesinos traían al ganado muerto. Un sitio lo bastante alejado del pueblo como para no molestar a nadie con su olor y su podredumbre.

Kiran tenía las ropas manchadas de fango hasta casi el cuello. Había tenido que adentrarse mucho en la ciénaga, y aún no había encontrado ningún rastro de los chiquillos desaparecidos. ¿Pero cómo era posible que hubieran desaparecido tantos niños y no hubieran dejado ningún tipo de rastro tras de sí?

Se agachó, frotó entre sus dedos un extraño polen blanquecino, y descendió de nuevo hasta el lodazal. El barro volvía al Cuervo torpe y lento, y retrasaba aún más la exploración del interminable cenagal. Debía de darse prisa; pronto se haría totalmente de noche y para entonces debía de haber regresado al pueblo. En la oscuridad, los cocodrilos eran unos animales a los que se les debía de tener mucho respeto. El hechicero del que Dodrain le había hablado echó a los monstruos, pero debió olvidarse de los animales peligrosos.
Cuando regresara al pueblo, tendría que dar la mala noticia. Ocho días y ocho noches. Mucho tiempo. Demasiado.

Escaló por unas hiedras; el suelo estaba cubierto de musgo. Pasó por un estrecho camino entre dos árboles, vadeó un pequeño humedal y cruzó otro lodazal por encima de un tronco estratégicamente derrumbado.

Escaló el tronco de un árbol, trepó por las ramas, se balanceó de una a otra y subió a la copa. Pudo divisar el pueblo, no muy lejos al noreste. Anochecía.
Se resbaló sobre la humedad de unas hojas al descender. Cayó de bruces sobre el suelo y pudo ver algo frente a sus ojos, sobre la hierba, era blanco y diminuto. Debía de ser algún tipo de polen, y al parecer dejaba un rastro a lo lejos.

Se incorporó, cruzó entre dos pequeñas cabañas y llegó finalmente al pueblo. No le gustaba lo que tocaba ahora. «Las malas noticias no son buenas.»
Kiran observó un fino grano de color blanco sobre la hierba. Lo mismo de antes. Se agachó.

—Esto es... ¿pan?

—Cuervo.

Kiran se volvió. Frente a él se encontraba una mujer morena, algo entrada en años y metida en un vestido azul muy largo. La recordaba; era aquella mujer valiente de la reunión, aquella más valiente que el alcalde. Decía llamarse Balautena.

—Señora —respondió.

—Por tu cara supongo que no has encontrado nada en ese cenagal asqueroso —dijo la mujer.

—Estás en lo correcto. No te preocupes, mañana a primera hora reemprenderé la búsqueda. Hoy el sol estaba demasiado alto cuando comencé. No pierdas la esperanza.

—La esperanza es el consuelo de los inútiles —respondió Balautena—. Esta ciénaga es demasiado grande y demasiado difícil de transitar como para ir dando palos de ciego. Si por el alcalde se tratara, a nuestros hijos les podíamos ir dando entierro, porque en la puta vida los íbamos a hallar.

—Y deduzco por tus palabras —dijo Kiran— que tú tienes algo que contarme que podría ayudarme en todo esto.

—Sí. Conmigo, Cuervo; hablaremos en mi hogar más tranquilamente. Ya ha sido suficiente, ya es hora de que la voz del pueblo sea escuchada.  

viernes, 16 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - I

Aquí comienzan los que serán una serie de relatos cortos hasta que retome la novela en sí. Espero que os gusten tanto o más que lo que he colgado anteriormente.


La voz del pueblo

I

Kiran estaba cansado. Caminaba con lentitud, tirando desde el suelo de las riendas de su yegua. El animal tenía las alforjas cargadas hasta los topes de provisiones, pieles de animales de colores extraños y unos frasquitos de contenido desconocido. A un lado colgaba, botando a cada paso de la potra, una espada de un diseño refinado, bello. El pomo era de plata y había sido tallado en forma de cabeza de cuervo; los ojos del ave eran diamantes del tamaño de un hueso de aceituna. La vaina, en cambio, era bastante simple, hecha de cuero y con un par de correas para atarla a la espalda.

Por el camino habían vuelto a llamarle Cuervo. Fueron unos vagabundos que viajaban a Chenna y que necesitaban su ayuda para curar a un caballo enfermo. A Kiran ya no le importaba, se había acostumbrado a que la gente lo llamara Cuervo, y ya lo aceptaba.

El pueblo se encontraba en mitad de la ciénaga. Kiran se preguntaba de quién habría sido la ''sensacional'' idea de construir un asentamiento en un lugar como ese, alejado de la mano de los dioses y sin un ápice de civilización en kilómetros a la redonda.

La yegua tiraba de un carro de madera; las ruedas chirriaban ligeramente al girar. Estaba tapado con una tela y lo que quiera que hubiera dentro desprendía un hedor nauseabundo. Las moscas revoloteaban como locas.

Pasó junto a la que debía de ser la plaza mayor del pueblo. Desierto. Todo desierto. Era extraño, ya había pasado el mediodía y en el pueblo no había ni un alma. Junto a las fuentes de los poblados siempre solía haber niños jugando; en especial a un juego al que solían llamar «cazar al trol». Pero aquí, ni siquiera eso.

Siguió tirando de las riendas, caminando, tanteando con la mirada los pequeños edificios de barro, ramas y paja. Y entonces vio a la primera persona, y a la segunda, y a la tercera.
Unos vociferaban, otros cuchicheaban nerviosos; pero no era por el Cuervo. Formaban una enorme cola, una multitud que sobresalía de una de las casas. Kiran ató a la yegua junto a un bebedero de agua, y tras la mirada de algunos de los miembros de la multitud hacia su espada, se ató el arma a la espalda.

Se abrió paso entre el gentío. La estancia era redonda, y la gente estaba posicionada alrededor de un hombre de cabellos canosos en lo que parecía ser algún tipo de reunión o asamblea.

—Mis buenas gentes, por favor —pidió el peliblanco, haciendo gestos de calma con las manos—, sed razonables. Tiene que haber una solución lógica para todo.

—¡Solución lógica, tus muertos! —vociferó un hombre entre la multitud— ¡Se llevaron a nuestros niños hijo de puta!

Una mujer gritó, otra lloraba.

—¡Sí. Nuestros hijos, nuestros hijos! —gritaron algunos.

El tipo del pelo canoso suspiró.

—Por favor —repitió—, todos estamos destrozados, y os recuerdo, mi buena gente, que aunque el alcalde vuestro soy también soy persona, y como tal, padezco igual que vosotros. Yo también quiero volver a ver a mi hija. ¿Qué? ¿Acaso creéis que no? Pero lanzarse a la ciénaga sin más no nos llevará a nada. Si acabamos muertos, nuestros hijos no se salvarán. Nunca. Así que, os repito, hacedme caso. Debemos ser pacientes, cautelosos. Debemos esperar a...

—¡Esperar! —gritó una mujer—. ¡Y una mierda esperar! ¡Ha pasado ya una semana, hijo de puta, ¿a qué esperas, a que tengamos que encontrar los cadáveres de todos los niños del pueblo en la ciénaga, cubiertos de fango hasta el culo?! ¡Pues por los dioses te juro que hoy mismo cojo una orca y me voy yo misma a buscar a mi niña!

La multitud asintió a gritos a las palabras de la mujer. Otros vociferaron insultos hacia el hombre que decía ser el alcalde del pueblo. Kiran carraspeó sonoramente.

—Balautena —le dijo el albino a la mujer—, por favor, no cometas ninguna estupidez. Entre hoy y mañana encontraré alguna solución al problema, todos tenéis mi palabra. Y si no, yo mismo iré como alcalde de este pueblo orca en mano y coraje en corazón, a por nuestros hijos, enfrentándome a cualquier mal que me aceche en el camino. Ahora, por favor, regresad a vuestras casas, parece que tenemos un peregrino en el pueblo.

La multitud se dispersó, no sin antes soltar algunas maldiciones, insultos y amenazas a su alcalde. La mujer llamada Balautena fue la última en marcharse.

—Bienvenido, forastero, a este mi humilde pueblo —dijo el alcalde, cogiendo una jarra de barro y llenándola hasta los topes del contenido de un barril sobre un mostrador—, aunque creo que ya imaginarás que no has escogido el momento más adecuado para venir a visitarnos. ¿Cerveza?

—Sí, por favor.

El alcalde limpió una jarra con un trapo, y después, tras llenarla, se la tendió a Kiran, que estaba sentado sobre una mesa redonda de madera.

—Y dime, ¿cuál es la razón de tu visita? ¿Tienes nombre? Bueno, claro que lo tienes. Hasta los bastardos tienen nombre. Lo que querría saber es si puedes decirlo sin miedo a que alguien trate de vender tu cabeza por algún tipo de recompensa.

—Tengo, señor alcalde, y puedo decirlo sin ningún miedo. Kiran de Elias. Encontré este panfleto clavado sobre unas direcciones en el camino. Cien estios por cada abejón que se mate en la ciénaga alrededor de este pueblo. Pues bien —Kiran hizo señaló al carro de afuera con el pulgar—, ahí hay ni más ni menos que cinco abejones, señor alcalde.

—No hace falta que me llames alcalde, tú no eres de aquí. Y además, ni siquiera la gente del pueblo me llama alcalde últimamente. Prefieren llamarme por el nombre de la supuesta profesión de mi madre, y con razón, supongo. Me llamo Dodrain, aunque me da que pronto tú también preferirás llamarme hijo de puta.

—No lo haré, puede estar tranquilo, señor Dodrain. —Kiran dio un largo sorbo de su jarra—. El papel estaba bastante viejo y desgastado cuando lo arranqué. Me iba imaginando por el camino lo que podía pasar.

—Siento mucho que hayas malgastado tu tiempo y tu salud para nada. —Dodrain se encogió de hombros—. Además, tampoco mataste a los abejones en el interior de la ciénaga, ¿me equivoco? —sonrió.

—Me ha pillado —confesó el Cuervo, amagando un gesto que debía ser una sonrisa pero que sin posibilidad de equivocación no lo era—. En las afueras había suficientes abejones como para volverme noble si la recompensa hubiera seguido vigente, pero en el interior de la ciénaga, ni uno solo.

—Y por los dioses que más vale que siga siendo así. De ese modo al menos habrá valido la pena todo lo que le pagamos a aquel fanfarrón para que expulsara los monstruos de aquí. —Dodrain se sentó en la mesa, junto a Kiran—. Contratamos a un hechicero para encargarse de ellos. Parecía un vagabundo, el hijo de puta, con un manto verde y con los pelos de la barba más negros que el sobaco de un mono. Pero luego cogió, y quién se lo iba a imaginar con lo feo y la cara de marrano que llevaba, se puso a toquetear una flauta, y de la noche a la mañana, pum y adiós monstruos. No quedaron ni ratas en toda la ciénaga.

—Últimamente se ven muchos brujos así. —Kiran dio otro trago—. Desde hace lustros, cuando se empezó a encerrar a los magos en el Nido, ha habido gente que ha ido en contra de la ley y ha escapado de ser enviados allí. Quedan relegados a hacer negocios baratos con su magia, porque si tuvieran demasiado dinero llamarían la atención y los Cuervos vendrían a llevarlos al Nido. Pero en los vagabundos no se fijan. Nadie se fija en un vagabundo.

—Claro, y seguro que tú sabes bastante de ello, señor cazador de monstruos. Con esos ojos tuyos...

El iris de los ojos de Kiran era rojo. Como el de todos los Cuervos. El alcalde se había dado cuenta de ello, como mucha gente antes que él. Kiran odiaba este momento en particular; era como una repetición constante de las mismas palabras, una vez tras otra, en cada conversación en la que alguien se daba cuenta de su apariencia ligeramente anormal.

—Cazador de monstruos —continuó Dodrain—, y una mierda. Tú has venido buscando al hechicero cochambroso ese. No mientas. Te he pillado, señor Cuervo.

—No tengo ninguna necesidad de mentirte. Ya no soy Cuervo; estoy retirado. Y tampoco soy exclusivamente cazador de monstruos.

El alcalde dio un gran trago de su cerveza tras algunos segundos.

—Lo siento —dijo—, no te creo.

—Como le digo, señor alcalde, no tengo necesidad de mentirle. ¿Por qué iba a hacerlo? Un Cuervo actúan por encima de cualquier ley, y también posee una fuerza muy por encima de la que cualquier campesino pudiera plantarle. De hecho sigo poseyéndola. Así que, ¿cuál sería la razón para ocultarme? Si quisiera «recoger» a cualquier hechicero, me bastaría con venir y llevármelo, le pesara a quien le pesara.

El Cuervo calló durante algunos segundos. Dodrain colocó su jarra de cerveza, ahora vacía, sobre la mesa.

—Pero tampoco importa —siguió Kiran, levantándose de la mesa—. Nadie va a pagarme por esos abejones y yo tengo que buscarme el sustento; así que no tengo pensado quedarme en su pueblo el tiempo suficiente como para que nadie pueda juzgar si digo la verdad o realmente soy un mentiroso. Gracias por su hospitalidad, señor alcalde. Y por su cerveza.

Kiran se sacudió el jubón azul marino y dio media vuelta. El alcalde se incorporó de un salto.

—¡Espera! —dijo aceleradamente—. Cuervo, o lo que seas. ¿A qué más dices que te dedicas a parte de asesinar bichos?

—A un poco de todo. Mis servicios suelen ir desde talar arboles hasta ordeñar a las vacas, llevar a pastar a las cabras, preparar remedios y ungüentos sanitarios, fabricar objetos de carpintería, recoger el grano, y, en fin, todo tipo de tareas, siempre que se me remuneren. Aunque la gente suele preferir los servicios relacionados con el arte de la guerra.

—¿Y cómo se te da tal arte?

—Bastante bien, dicen.

Dodrain se frotó la cara con las manos. Después, suspiró.

—No sé si dices la verdad —dijo— o no... Bah, y a mí que más me da de todas formas si vas detrás de ese andrajoso. Al fin y al cabo hace días desde que partió de aquí, qué me importa a mí lo que pueda pasarle. Escucha, Kiran, ven, tengo una proposición que hacerte, aunque he de advertirte que será difícil y probablemente peligroso. ¿Te vuelvo a llenar la jarra?

—Pues no le diría que no.

El Cuervo volvió a apoyarse a uno de los lados de la mesa.

—¿Viste la escena que me montaron antes a tu llegada, no? Por los dioses, claro que lo viste; esos ordeñacabras saben tanto de guardar las apariencias como un gato de tocar el violín. Y yo encima, ya me viste, poniendo ojos de cordero degollado y hablándoles como si fuera una doncella recién llegada a su lecho.

El Cuervo calló.

—¡Pues no será solo culpa mía! Que yo sepa no he ido a rastras con los chiquillos metidos en una bolsa para venderlos ni nada por el estilo. Entonces, ¿por qué quedo yo como el único culpable, Kiran? ¿Por qué me toca a mí evitar que esos idiotas se suiciden?

—Porque ese es el trabajo de un alcalde, supongo. —Kiran se encogió de hombros—. Entonces, ¿han desaparecido todos los niños del pueblo?

—Sí. —Dodrain dio un largo trago de su cerveza. No dijo nada durante algunos segundos—. Sí, y no te imaginas como lo sufrimos todos. Mi hija también desapareció, ¿sabes? Y esa gente se cree que no deseo volver a verla tanto o más de lo que ellos desean ver a sus chavales.

—Y ahora, lo que quieres pedirme es que me encargue de encontrar a los niños, ¿me equivoco?

—Sí —Dodrain adoptó un aspecto siniestro—. O lo que quede de ellos...

—No nos pongamos en lo peor, señor alcalde. ¿Cómo y cuándo desaparecieron los niños del pueblo?

Dodrain se puso en pie. Caminoteó por la sala, nervioso.

—Pues tampoco hay mucho que contar —dijo—. Hace una semana aquí todo era normal. Los hombres plantaban el grano y llevaban a pastar a los animalejos mientras las mujeres lavaban la ropa y cuidaban de sus hijos. Y de la noche a la mañana, todos los críos desaparecidos.

—¿Hace una semana exacta de eso?

—Sí. Siete días con sus siete noches.

—¿Siete días y siete noches? —dijo Kiran, alzando ligeramente la voz— y aún esperabais para ir a buscarlos a qué, ¿a un milagro? ¿A que ellos mismos encontraran el camino de regreso?

—¡La ciénaga...! Joder, Cuervo, ¡la ciénaga es peligrosa! No podíamos meternos en ella sin más, menos aún ahora que las afueras están tan atestadas de monstruos, ¡nos matarían!

—Así que es eso —esta vez Kiran sonrió de verdad, aunque nada le había parecido gracioso—. Simplemente eres un cobarde, al fin y al cabo.

—¡No soy un cobarde! ¡He peleado en más guerras de las que...!

—Es usted un cobarde, señor Dodrain. Aquella mujer que pretendía coger una orca e ir a buscar a su hija, aquella era una persona valiente.

El alcalde no dijo nada.

—No se frustre —siguió Kiran—, todo el mundo tiene sus miedos. Pero no se crea omnisciente solo por ser el alcalde. La próxima vez escuche, señor Dodrain, escuche a la voz del pueblo. Una semana puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora hablaremos de mis honorarios. Por jugarme la vida por lo que sea que le asusta tanto de esa ciénaga, y rescatar a los dioses sepan cuantos niños, mi precio serán doscientos estios de oro.

—Cuervo, este es un pueblo humilde... ¿Ciento cincuenta?

—No, alcalde. Usted debería conocer sus virtudes tanto como sus defectos. Un cobarde rico podrá pagar doscientos estios.

jueves, 27 de septiembre de 2012

El Vuelo del Fuego. 4



4
El camino de la música

«¿Qué es lo buscáis?», preguntó la florecilla entre la hierba. «Yo busco a la noble, a la protectora y a la amante; a la buena y a la mala a la vez. Busco a mi madre, a la que hace mucho tiempo perdí», dijo la primera de las tres niñas. «Yo busco la simpatía, la seguridad y el calor que envuelve lo más profundo del corazón. Busco lo indescriptible; lo que ni el mayor de los sabios sabría explicar. Busco el amor, que desde los primeros días de mi vida me fue arrebatado.» Dijo la segunda niña. Por su parte, la tercera calló durante algunos segundos, pensativa. «Yo no busco a mi madre, ya que aunque nunca la conocí no anhelo hacerlo, pues nunca he sabido lo que es el calor de una madre y no podría desear con fuerza algo que desconozco. Tampoco es el amor lo que deseo, pues aun habiendo carecido de él durante toda mi vida, yo me amo a mí misma más de lo que nadie podría amarme jamás.» El viento ondeó durante unos instantes, y la flor perdió algunos pétalos. «¿Entonces, qué es lo que buscas, chiquilla? ¿Cuál es tu deseo?», preguntó la flor. «Mi corazón anhelaba aventuras y alguien con quien compartirlas». La niña echó una mirada veloz a sus dos compañeras, y sonrió. «Puedo decir sin rodeos que mi deseo se ha hecho realidad.»

«Cuentos de Lanaeda. Libro primero». Autor anónimo.

Neil estaba sentado al borde del carro, entre las telas. Observaba con tranquilidad como el camino recorrido se alejaba, ocultándose en el horizonte. El sendero había sido muy irregular, lleno de curvas y baches, y el bardo se había mareado un poco.

Inda había quedado muy atrás, ahora el paisaje era un mosaico de árboles de hojas rojas y hierba. El bosque Hojasangre. Neil lo conocía bastante bien. Tras su transporte, el último de la hilera en la que viajaban, cabalgaban cerca de una veintena de hombres de la guardia del rey. Pisoteaban una alfombra de hojas caídas que se quebraban al mínimo peso. El resto estaban repartidos entre cada carro. Tras el ataque, la mayoría había decidido apostarse entre el carro del rey, aunque aún no había ni rastro de La Espada, el capitán de la guardia.

«Un par de ladrones decían saber que se va a producir un robo en Antivas, en la capilla de Anais», había oído Neil decir a un guardia real que hablaba con el rey. «Estor Zasey se ha quedado a comprobar como es que pueden saber algo así sin estar implicados.» Tras ello, el rey había carraspeado y subido a su carro entre quejas y maldiciones.

Toqueteó un par de cuerdas de su laúd, y este emitió unas notas agudas y dispares. Cuando hubo tomado un buen trago de aire, regresó adentro.

Estaba oscuro, y la poca luz que los árboles del bosque dejaban pasar se tornaba rojiza al cruzar las telas del carro. A un rincón estaba Kiran, sentado junto a las telas de la pared y fumando Hierbazul en una pipa. Se la conocía con ese nombre por el color que dejaba en la lengua de la gente que la mascaba; y por su propia pigmentación. Otros como Kiran preferían fumarla. Sabía a lima y a menta y resultaba relajante para mucha gente. A Neil, sin embargo, le provocaba el mayor de los ascos.
El Cuervo tenía la cara pensativa; miraba tranquilamente las telas del techo del carro. Algunos mechones oscuros y ondulados le caían sobre los ojos rojos, que relucían como la sangre en la penumbra.

Neil se sentó junto al cofrecito que Kiran había traído de su posada. El Cuervo no se había separado de él desde que lo recogió. «Ten muchísimo cuidado», le había advertido a Neil. «Lo que hay dentro es muy frágil y valioso». A lo que él le había respondido con un ademán con la cabeza, aunque no sin esconder una cierta curiosidad insana.
«¿Qué escondes ahí adentro, Cuervo? ¿Por qué tanto misterio? Quizá simplemente haga falta preguntar...»

Oye Kiran, —carraspeó—, ¿qué tienes en ese cofre?

Kiran exhaló una gran cantidad de humo.

Cosas personales —le respondió, dejando su espada a un lado. La había traído de la posada junto con el cofre, aunque Neil no había podido verla aún, ya que estaba completamente cubierta por un trapo. Un par de cordeles mantenían a este fijo a la espada—. ¿Has afinado ya ese cacharro?

No ha sido necesario. —Toqueteó el laúd—. Ya tenía las cuerdas preparadas.

Neil se había estado quejando de la falta de instrumentos en el pueblo la tarde antes de partir, y de cómo había perdido el suyo por culpa de una mujer llamada Yiluna.

Pues debes de estar en tu día de suerte, Bardo —le había respondido el rey entre risas, mientras llamaba a uno de sus sirvientes que cargaba con un precioso instrumento—. En mi estancia en el sur un idiota debió de haber creído que gobernar un continente no es suficiente carga como para además aprender a tocar este cacharro. Ten, quédatelo. Considéralo una donación para alegrar las aburridas tardes de tu rey. Hoy en día no te puedes fiar de ningún bardo; todos son un atajo de espías y asesinos. Pero creo que podré arriesgarme con quien que ha ayudado a salvar la vida de mi familia.

Para Neil, ese instrumento era la cosa más bella que había visto en su vida. Ni siquiera los bosques verdes de la Isla del Viento estaban a su altura. Ni las musas más bellas de cada reino. Era de un color blanquecino azulado, fabricado con madera añil de los helados bosques del norte. Al tacto resultaba suave y agradable, y las cuerdas cantaban con cariño y precisión. Lo llevaba colgado con una cinta de lino, junto a la pluma de charrán blanco en su pecho. El rey no apreciaba ni por asomo la calidad del presente que había recibido; un instrumento por el que cualquier bardo mataría.

Neil tocó las cuerdas, pensativo.
«Tú eres Kiran de Elias», había dicho el rey la tarde antes de partir. ¿Por qué el rey conocía su nombre? ¿El de Kiran, un vagabundo, un simple mercenario y antiguo Cuervo del Nido? Neil había intentado sonsacarle información, pero no había servido de nada. Cada vez que sacaba el tema, Kiran se hacía el loco o le espetaba con un «no es asunto tuyo».
Y luego estaba lo otro. ¿Cómo era que Kiran había dejado de ser Cuervo y se iba paseando tan tranquilamente por los pueblos? ¿Por qué nadie intentaba poner en una bandeja la cabeza de un desertor? Tampoco había habido respuesta para ello. «El mío fue un caso especial», es lo máximo que pudo sacarle.

¿Y... bueno, adónde vamos? —preguntó Neil, repeinándose hacia atrás el pelo castaño.

El rey dijo que a Antivas —le respondió Kiran—. ¿La razón? Ni idea. Eso deberás preguntárselo a él.

Dicen que la capital está en crisis —se encogió de hombros—, no creo que sea el lugar más adecuado para que encuentres un trabajo.

Yo tampoco lo creo. —Kiran deslizó sus dedos por la pipa de madera, pensativo.

¿Entonces por qué has accedido a ir?

Nadie discute los deseos de un rey, Neil. Deberías saberlo. —Sacó el brazo entre las telas y arrojó la Hojazul de la pipa al exterior del carro, después abrió el cofrecito y metió la pipa dentro. Neil alcanzó a ver relucir un diminuto objeto de cristal en su interior, antes de que Kiran lo cerrara—. Además, hasta ahora todo ha estado igual de escaso de trabajo para mí. Al menos ahora tengo adonde ir.

Sé de buena tinta que en los Reinos de la Primavera hay una disputa entre el señor del Lecho de Rosas y una familia noble bastante poderosa. No recuerdo ahora el nombre de la familia. —Neil se echó junto a Kiran—. ¿Por qué no vas allí? Seguro que hay trabajo de sobra para un mercenario. Tengo pensado viajar a los Reinos del Invierno, a Pico Nevado. Si quieres podría acompañarte durante la mitad del trayecto.

No, Neil. No me interesa inmiscuirme en las guerras estúpidas entre los señores nobles. No son más que rabietas entre familias poderosas, egoístas y avariciosas en las que su propio pueblo se mata entre ellos por una disputa que ni siquiera llegan a comprender. Que los señores vasallos y demases títeres de la realeza participen en ese tipo de conflictos sin sentido —escupió—. Yo no lo haré.

No lo entiendo. Una guerra es una guerra; y por favor, deja de escupir en el carro. —Neil se encogió de hombros. ¿Qué más daba quien lo contratara? Él era un mercenario, no era su trabajo juzgar lo bueno o malo de sus actos.

Yo participo en guerras justas; que las hay. El año pasado mismo viajé por los archipiélagos del Mar Sereno. Allí ayudé a unos campesinos de una pequeña isla granjera a recuperar sus tierras; unos bandidos las habían tomado por la fuerza y habían esclavizado a todos los habitantes. Mujeres y niños incluidos. No fue muy difícil acabar con ellos, los propios habitantes de la isla pusieron de su parte y pelearon con fiereza. Al terminar, todos estaban tan agradecidos que me pagaron incluso más de lo acordado. Regresé a Lanaeda con seiscientos estios, un barco de vela de lujo, una tripulación acorde y los mejores remeros que el dinero puede comprar. Es lo mismo que pelear en esas guerras estúpidas, ganas dinero; solo que luego no te sientes como una mierda cuando te despiertas por la mañana.

El trabajo de mercenario en sí mismo consiste en no juzgar la razón de las guerras —dijo Neil con seguridad, mostrando sus dientes blancos—. No sería tu culpa, Kiran, sino de aquellos que te contraten.

Los que me contraten no son quienes van a ir en la vanguardia cercenando cabezas. Y hazme un favor, Neil; mientras yo no te enseñe a tocar el laúd, evita enseñarme cómo hacer mi trabajo.

Me ofendes, Kiran. Yo jamás trataría de enseñarte cómo asesinar, degollar, mutilar y sobretodo cercenar. —El bardo esbozó una sonrisilla ladeada—. Si hasta quería acompañarte hacia el este —rió.

Neil corrió las telas y volvió a salir al borde del carro, mientras olía el humillo de la Hierbazul que Kiran se había encendido. El humo proveniente de la pipa salía hasta el exterior del transporte y provocaba en Neil cierto mareo. Olía a menta y a césped húmedo.

Los jinetes que guardaban la zona sur se habían abierto en dos filas paralelas a los costados del carro, dejando una vista perfecta del paisaje y el horizonte que se alejaba. Era el momento perfecto para componer algo; nada demasiado minucioso, algo sencillo. Neil comenzó a rasgar las cuerdas de su laúd con el cuidado con el que se mece bebé recién nacido, y se dejó caer bajo el sueño de las reinas rubí y del otoño perpetuo.

La senda avanza por el horizonte,
el viaje apenas ha comenzado.
Ya estoy decidido, el destino me llama;
no hay necesidad de un sendero dorado,
que yo camino por mi senda de hojas secas
con veloz pie fatigado,
al amparo de mi destino
con mi amigo el Cuervo a mi lado.

El carro volcó con un estruendo estrepitoso. Neil cayó dentro y dio varias vueltas chocándose contra el techo, las paredes, y todos los rincones del transporte.
Estaba boca abajo, junto a Kiran. Se había golpeado varias veces la cabeza y todo le daba vueltas.

¿Qué a pasado? —gruñó, agarrándose la nuca.

Kiran se tambaleó hasta el exterior del carro sin responder. Neil lo siguió. El carro estaba volcado hacia un lado, y una de las ruedas traseras estaba destrozada.

Ha chocado contra una roca —comentó un guardia real.

Pues debió de ser una roca muy dura aquella —le respondió el rey, encogiéndose de hombros—. ¿Y ahora qué?

Un par de guardias dicen haber trabajado como carpinteros, y uno de los carros de detrás tiene los materiales necesarios para construir una nueva llanta. Pero sus acompañantes deberán de quedarse aquí toda la noche hasta que lo reparen, mi señor.

Kiran soltó un sonoro bufido.

No, eso es inaceptable. —El rey observó durante unos instantes la rueda, con un rostro analizante—. No parece que sea algo que se pueda arreglar con unos listones de madera —dijo con un suspiro—, pero no dejaré a mis invitados a merced del bosque. Acamparemos aquí. Todos —ordenó.

Los guardias no estaban muy convencidos con la decisión de su rey, pero obedecieron. Neil echó un vistazo a su alrededor. Se trataba de un claro en mitad del bosque, rodeado de árboles por todas partes y bordeado por el camino real. El suelo estaba cubierto de hierba y arena, y por los árboles subía una gran cantidad de hiedras y musgo.

Tardaron varias horas en levantar el campamento. Había una tienda de campaña para cada pareja de guardias y aún así sobraba espacio antes de llegar a los árboles. Por entre las ramas se filtraba la blanquecina luz de la luna llena, aún muy baja en el horizonte y casi invisible tras la flora.

Neil pasó la noche en una de las tiendas, junto a Kiran.
Se despertó al escuchar el suave sonido de la tela contra la hierba. El rey entró adentro, con unas ropas de terciopelo azul distintas de las que había llevado durante el viaje.

Espero no haberos despertado —dijo.

«Es todo un halago que te hayas tomado la molestia en fingir que te importamos», pensó Neil.

Tranquilo —le respondió Kiran, aún con los ojos cerrados—, rara vez consigo conciliar el sueño.

Un rasgo imprescindible para cualquiera que trabaje para un rey. Me alegra saberlo.

Yo sí que me había dormido. —Neil se incorporó—. Pero le alegrará saber que lo que realmente me despertó no fueron las palabras de su Majestad, sino su majestad al correr las cortinas —dijo con una sonrisilla.

¿Y cuál se supone que es ese trabajo? —Kiran agarró la mano de Neil y se puso en pié—. Su Majestad me ha traído aquí, de camino a Antivas, sin ningún tipo de aviso y sin saber que es lo que desea de mí. Si es para la guerra para lo que me quiere, ha venido a buscar a la persona equivocada. Llevo años retirado —mintió—. Ahora soy herrero, fabrico armas y allá cada cual con lo que haga con ellas.

Lo que quiero de ti no tiene nada que ver con la guerra. También sé que no eres herrero. —Kiran apartó la vista un momento, y Neil casi se echar a reír ante la situación—. Pero como te digo, no es para eso para lo que te necesito, por lo que no hace falta que mientas. —Faendar se frotó la barbita canosa—. Es justo que quieras conocer la razón por la que vas a ir a Antivas, y esperaba poder hablar contigo sobre ello hoy en el castillo. Pero según parece, los dioses han creído oportuno que pasemos toda la maldita noche a la intemperie —escupió—. Salgamos afuera, te lo explicaré todo. Bardo, ¿vienes con nosotros?

Neil ignoró no haber notado la indiferencia que el rey mostraba continuamente hacia él.

Sus deseos son órdenes para mí, su majestad —dijo con una sonrisilla ladeada.

La luna estaba ya muy alta; fuera del claro los árboles tapaban la mayor parte de su luz.
Avanzaron por el bosque con tranquilidad, y se detuvieron junto a un bellotero trepador recubierto de hiedras por toda su corteza. Junto al árbol se agitaban tímidamente las aguas de un pequeño lago.

Se acercan tiempo malos, Kiran. —Faendar se sentó junto al árbol. Neil y Kiran lo acompañaron, cada uno a un lado de él.

Lo sé, su majestad. Todo el mundo lo siente —respondió Kiran.

La gente lo siente; yo lo sé. El idiota de mi sobrino intenta arrebatarme unos reinos que no puede controlar, Pico Nevado me jura lealtad mientras espera a la mínima oportunidad para clavarme un puñal por la espalda, y esa estúpida señora del Lecho de Rosas no ve más allá de sus jardines y sus flores. Y mientras, en las Tierras del Rey, la capital patas arriba, la guardia real desestructurada y una guerra civil a medio cimentar en los arrabales. —Faendar se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano. No hacía ningún tipo de calor, es más, la hierba estaba mojada y olía a humedad.

Neil sabía a qué se refería el rey. Cuando las guerras asolaban las ciudades nadie se paraba a preguntar los ideales que cada habitante antes de desenvainar la espada. La gente de Antivas sabía que podía darse por muerta si la ciudad fuera asediada con éxito.

Yo he visto las preocupaciones del pueblo —inquirió Neil—, hace mucho desde la última guerra, nadie está preparado para pelear. Los antiguos guerreros están demasiado quemados, y los nuevos no hacen sino ensalzar a una guardia real ya suficientemente torpe de por sí. La gente lo sabe, se da cuenta de que las cosas no van bien; y cuando eso ocurre, el pueblo lucha por un cambio en el sistema, sea o no la solución al problema. Y en esta situación, todos saben qué hacer para cambiar el sistema...

Unirse a la guerra civil —continuó Kiran—. Entiendo el punto, ¿pero qué tiene eso que ver conmigo? Yo no soy un político. No puedo cambiar nada.

No eres un político, pero te equivocas; tú eres el más indicado para cambiar la situación. —El rey se levantó, algunas hojas secas crujieron en el suelo—. Con la disciplina adecuada el ejército se puede reorganizar, bajo las condiciones propicias los enemigos pueden ser aliados y las guerras se pueden ganar, pero no entre caos. Ni el mayor de los ejércitos de Lanaeda podría combatir con los enemigos del exterior mientras libra una batalla contra su propio pueblo. De momento la guerra civil no es más que un puñado de riñas y escaramuzas sin importancia, y tú serás el encargado de que siga siendo así. De ahora en adelante formarás parte de mi consejo, puedes llamarme Faendar.

Su majestad... no estarás diciendo eso en serio, ¿verdad? Ni siquiera soy noble, no sé que tipo de consejo podría dar.

«Creo que ahí está el asunto, Kiran», Neil amagó una sonrisilla. «No eres noble».

¿Y de qué me sirve un consejo lleno de nobles incapaces de ver más allá de su ombligo? —Faendar frunció el ceño—. El contable escucha a los viajeros, a los comerciantes y a los nobles; el informador escucha a las putas, a los mendigos y a las sombras; y el Gran Clérigo escucha a los dioses. ¿Y quién escucha al pueblo? ¿Quién me presentará sus ruegos y súplicas y evitará que formen una guerra civil?

Kiran se levantó y observó el lago con solemnidad. Neil se fijó en su reflejo en el agua: tenía el ceño fruncido, la boca deformada en una mueca y sus iris rojos radiaban en la penumbra.

La gente nunca me escuchará, nunca me respetará. —Kiran observó durante unos instantes a un búho en un árbol, a lo lejos—. Aún hay mucha gente que me llama desertor, otros cazador de brujas, y los hay que simplemente me llaman monstruo.

La gente se muestra recelosa hacia lo diferente y lo extraño. Pero no temas, te ganarás ese respeto.

Cómo, ¿mediante la amenaza y la espada? —Preguntó Kiran.

No, a eso se le llama miedo. La gente también desea ser escuchada. Dale al pueblo lo que quiere, y te ganarás su respeto y su gratitud.

¿Y si me niego? —dijo Kiran, con una voz que casi era un susurro.

«Negarse no es una opción cuando se trata con un rey», pensó Neil.

Faendar cambio su peso de una pierna a otra.

La pregunta es: ¿te negarás?

Quizá —le respondió—. La vida del consejo del rey en tiempos de guerra suele ser muy ajetreada. Y muy corta.

Bueno, soy tu rey —dijo Fanedar—, podría ordenártelo.

Y yo sería tu consejero, podría darte malos consejos. —Kiran se encogió de hombros.

Faendar soltó una carcajada.

Sabía que no sería fácil convencerte —dijo entre risas—, y por eso pensé en un trato que también te favorezca a ti. —Faendar sacó un pergamino enrollado de su cinturón y le echó un vistazo rápido—. Según veo, Kiara de Elias está encerrada en el Nido desde los... vaya, desde los diez años. Casi ni tuvo oportunidad de ver el mundo. ¿No sería maravilloso que por fin gozara de libertad para ir adonde quisiera?

Kiran giró la cabeza nerviosamente.

¿Sería eso posible?

Cuando haya probado tu lealtad y tu trabajo, será libre bajo las leyes de la magia fuera del Nido. Tienes mi palabra.

Kiran carraspeó.

Lo tenías pensado desde el primer momento, ¿no es así?

Soy rey. Sé muy bien que nadie hace nada por caridad.