domingo, 25 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - III

III

La casa estaba vacía, silenciosa. Así eran los hogares de las mujeres que vivían solas, sin marido ni hijos. Lugares tristes, oscuros e inmutables, donde la tristeza y la nostalgia de momentos mejores se respiraban en cada rincón, en cada alfombra, en cada tapiz.

Pero no debería de ser así en este lugar.

Kiran tomaba la sopa despacio, con sonoros sorbidos. El ambiente no era el que él había esperado; de saber que se iba a encontrar con un lugar como ese hubiera hablado lo que fuera necesario con Balautena en las calles del pueblo. A él no le gustaba esto, le ponía nervioso, no sabía que hacer en este tipo de situaciones.

En las paredes habían colgadas cabezas de animales disecadas. Un oso, un alce, un lobo y un dientes de sable del norte con un pelaje blanco como la nieve. El antiguo marido de Balautena debía de haber sido dado a la taxidermia. A Kiran le parecía que hasta las caras de los animales muertos estaban tristes.

—¿Quieres repetir? —le preguntó Balautena.

—No. —Kiran apiló su plato sobre el de la mujer, sacó una pipa de su bolsillo y la encendió. El humo que desprendía olía a menta y a hierba húmeda—. Gracias por la comida y el hospedaje para la noche, por cierto. Pero creo que me habías pedido venir aquí por una razón relacionada con ciertos niños desaparecidos.

—Los niños; ah Cuervo, los niños. Alguien que nunca haya tenido uno jamás podrá saber ni por asomo lo que se siente al despertarse y descubrir que te han arrebatado a tu hijo de las manos. ¿Alguna vez has sido padre, Cuervo?

—No que yo sepa. —Kiran exhaló humo—. Aunque después de tantos años, ¿quién podría estar seguro?

Balautena se encogió de hombros.

—Las mujeres acabamos dándonos cuenta tarde o temprano —dijo—. En una ocasión conocí a una mujer que no se enteró de su embarazo hasta el día en que dio a luz. ¿Cómo puede ser eso posible, Cuervo? ¿Magia?

—He conocido a hechiceros capaces de hacer desaparecer un feto de más de cuatro meses, a otros capaces de cambiar el sexo del niño antes de nacer, y a otros, especialmente listos, capaces de hacer quedarse embarazada a una mujer por un método en el que dudo que la magia intervenga en absoluto. Pero nunca he sabido de ningún tipo de hechizo capaz de crear la vida. A veces la explicación más sencilla es la correcta.

—¿Y cuál es esa explicación tan sencilla?

—Pues —Kiran expulsó el humo de la pipa por la nariz— que muchas veces, a las chicas gordas les cuesta notar la diferencia entre estar y no estar embarazadas. Hay embarazos en los que las náuseas son mínimas, y en casos como el que explico, la barriga no crece mucho más de lo normal, menos aún si el niño resulta ser de baja estatura. ¿Me equivoco? ¿O acaso esa chica no sufría de sobrepeso?

—Pues estás en lo correcto. Era la hija de un burgués bastante suelto de dinero y siempre le recomendé que comiera menos y caminara más, o nunca encontraría marido. —Balautena rió—. Pero al final me equivoqué; encontró marido, y además no le costó demasiado.

Kiran no respondió.

—Pero bueno —siguió la mujer—, no me iré más por las ramas. Supongo que ya habrás hablado con el alcalde, y que te habrá pedido que busques a los niños por toda la ciénaga. No hace falta que me respondas, sé que lo ha hecho. Pero lo que el alcalde quiere no es más que retrasarte. Retrasarte a ti, y retrasar el día en que todos volvamos a ver a nuestros hijos, si es que ese día existe.

Kiran se chupó dos dedos y apagó la pipa con ellos. Volcó la ceniza junto con algunas hojitas chamuscadas en la mesa.

—¿Me estás diciendo que el alcalde me ha mentido? —preguntó.

—No te ha mentido —respondió Balautena—, pero tampoco te ha dicho toda la verdad.

—Las verdades a medias no se diferencian mucho de las mentiras, doña Balautena.

—Y en este caso menos todavía. Abre bien los oídos, Cuervo, y escucha; porque la voz del pueblo por fin va a hablar, y va a contarlo todo de una vez. Aún queda mucho tiempo hasta que amanezca, y pienso aprovecharlo al máximo —se inclinó sobre la mesa—. El alcalde nos advirtió de que no debíamos decírselo a nadie. De que si lo hacíamos, puede que jamás volviéramos a ver a nuestros hijos. —Balautena frunció el ceño—. Pero cada vez estoy más segura de que si no hago nada, de que si nadie hace nada, jamás volveré a ver a mi hija. Además, ya ha pasado una semana. Quien sabe si todavía quedan niños a los que encontrar.

El Cuervo no dijo nada.

—Todo comenzó hace no mucho —siguió—. Harán dos semanas o así. La ciénaga estaba infestada de monstruos como nunca antes lo había estado. No solo abejones, había de todo: susurradores, ninfas del pantano, insectos comehombres, lodamentos, chasqueadores... De todo lo horrible que te puedas imaginar que haya en una ciénaga, lo había aquí y multiplicado por diez. Murió alguna gente, y el resto estábamos asustados. Ni te imaginas el miedo que se siente cuando en mitad de la noche, empiezas a escuchar a los susurradores por todas partes alrededor de tu casa; o cuando oyes ese ruido infernal que hacen los chasqueadores. Los monstruos nunca se habían atrevido a entrar en el pueblo... pero no sabíamos qué día o qué noche eso dejaría de ser así.

»La gente estaba realmente asustada, Cuervo. No sabíamos ya que hacer. Incluso pensamos en mudar todo el pueblo, en irnos todos de aquí, a kilómetros de distancia de cualquier tipo cenagal e instalarnos allí de nuevo. Pero esto es Lodendar. Nuestros abuelos, nuestros bisabuelos vivieron aquí; habría sido una tremenda desgracia tener que marcharse. Y entonces, como caído del cielo, nos llega un hechicero. O eso decía él, ya que por las pintas que tenía casi le pegamos una paliza y lo echamos del pueblo metido en una bolsa, que es lo que solemos hacer con los mercaderes de judías mágicas, los vendedores de biblias y demás pintamonas.

—Y bien merecido que lo tienen.

—Sin duda —continuó Balautena—. Pero resultó que no; que este sí que era un mago de verdad. El alcalde lo contrató y le prometió que, aunque este era un pueblo humilde, le daría todo lo que pudiera darle si conseguía deshacerse de los monstruos. El hechicero sonrió con esos dientes podridos que tenía, y aceptó. Se pasó toda la noche tocando una canción infernal con una flautilla. Creíamos que el mago ese se estaba riendo de nosotros, pero a la mañana siguiente, ya no había monstruos en la ciénaga. Ni uno solo.

—Eso sí que me lo contó el alcalde —dijo Kiran.

—Pero seguro que se saltó las partes que le pareció convenientes. Aún así, si no te mandó fuera del pueblo nada más llegar y decidió contarte algo sobre el tema, por poco que fuera, es porque pensará usarte como última opción contra el hechicero, si no encontrara otra solución por su cuenta.

—Creo que ya sé por donde van los tiros con lo del mago. —Kiran se frotó el dedo índice con el pulgar—. ¿El alcalde se negó a pagar?

Balautena suspiró.

—No sé cuál sería la suma que el hechicero le pidió —dijo—, pero el alcalde aseguró que jamás en toda su vida podría pagarla. Es todo culpa suya, es un estúpido. Cuando haces un trato con alguien tan poderoso como un hechicero tienes que estar seguro de que podrás cumplir tu parte.

—¿Entonces —dijo Kiran— como no pagasteis, el mago se llevó a vuestros hijos?

—Tal que así. Nos dejó una nota; ponía: «Cuando estéis dispuestos a pagar, seguid el pan». Supongo que ya habrás visto el rastro de migas de pan que recorre el pueblo.

—Sí, aunque preferí no ir adonde quiera que llevase. Últimamente a muchos idiotas les ha dado por guiar a la gente a emboscadas mediante rastros de pan. ¿Por qué no quería el alcalde que encontrara al hechicero?

—Porque tiene miedo, Cuervo —respondió Balautena—. Dice que si vamos allí sin el pago, matará a los niños. Quiere ganar tiempo. ¿Pero para qué quiere tiempo, si no va a hacer nada? Y ahora nos llega por gracia de los dioses un cazador de magos. Sea como sea, eres nuestra ocasión para recuperar a nuestros hijos. La única.

—¿Y los niños siguen vivos? —preguntó Kiran.

Balautena se encogió de hombros.

—Todos queremos creer que sí —dijo.

—Suficiente. —Kiran se incorporó de un salto.

—¿Adónde vas, Cuervo?

—No voy a esperar al amanecer, doña Balautena. He decidido que si esos niños han podido aguantar una semana sin sus familias, yo también podré aguantar a un puñado de cocodrilos en la oscuridad.

Kiran caminó hacia un extremo de la sala. Las bisagras de la puerta chirriaron al abrirse.

—Cuervo, una cosa más —le dijo Balautena—. Te pido por favor que no seas duro con el alcalde, aunque yo misma lo haya sido. Es un cobarde, sí, es un estúpido también; pero es buena persona y quiere a su hija como nadie más lo hace en el mundo.

—¿Y por qué debería nadie querer a una niña más que su propio padre? —preguntó el Cuervo.

—Porque su hija es también la mía —respondió la mujer.

2 comentarios:

  1. La sencillez y dinámica de tus relatos son verdaderaamente admirables.
    Es algo que supongo debería haberte dicho tiempo atrás.

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