jueves, 27 de septiembre de 2012

El Vuelo del Fuego. 4



4
El camino de la música

«¿Qué es lo buscáis?», preguntó la florecilla entre la hierba. «Yo busco a la noble, a la protectora y a la amante; a la buena y a la mala a la vez. Busco a mi madre, a la que hace mucho tiempo perdí», dijo la primera de las tres niñas. «Yo busco la simpatía, la seguridad y el calor que envuelve lo más profundo del corazón. Busco lo indescriptible; lo que ni el mayor de los sabios sabría explicar. Busco el amor, que desde los primeros días de mi vida me fue arrebatado.» Dijo la segunda niña. Por su parte, la tercera calló durante algunos segundos, pensativa. «Yo no busco a mi madre, ya que aunque nunca la conocí no anhelo hacerlo, pues nunca he sabido lo que es el calor de una madre y no podría desear con fuerza algo que desconozco. Tampoco es el amor lo que deseo, pues aun habiendo carecido de él durante toda mi vida, yo me amo a mí misma más de lo que nadie podría amarme jamás.» El viento ondeó durante unos instantes, y la flor perdió algunos pétalos. «¿Entonces, qué es lo que buscas, chiquilla? ¿Cuál es tu deseo?», preguntó la flor. «Mi corazón anhelaba aventuras y alguien con quien compartirlas». La niña echó una mirada veloz a sus dos compañeras, y sonrió. «Puedo decir sin rodeos que mi deseo se ha hecho realidad.»

«Cuentos de Lanaeda. Libro primero». Autor anónimo.

Neil estaba sentado al borde del carro, entre las telas. Observaba con tranquilidad como el camino recorrido se alejaba, ocultándose en el horizonte. El sendero había sido muy irregular, lleno de curvas y baches, y el bardo se había mareado un poco.

Inda había quedado muy atrás, ahora el paisaje era un mosaico de árboles de hojas rojas y hierba. El bosque Hojasangre. Neil lo conocía bastante bien. Tras su transporte, el último de la hilera en la que viajaban, cabalgaban cerca de una veintena de hombres de la guardia del rey. Pisoteaban una alfombra de hojas caídas que se quebraban al mínimo peso. El resto estaban repartidos entre cada carro. Tras el ataque, la mayoría había decidido apostarse entre el carro del rey, aunque aún no había ni rastro de La Espada, el capitán de la guardia.

«Un par de ladrones decían saber que se va a producir un robo en Antivas, en la capilla de Anais», había oído Neil decir a un guardia real que hablaba con el rey. «Estor Zasey se ha quedado a comprobar como es que pueden saber algo así sin estar implicados.» Tras ello, el rey había carraspeado y subido a su carro entre quejas y maldiciones.

Toqueteó un par de cuerdas de su laúd, y este emitió unas notas agudas y dispares. Cuando hubo tomado un buen trago de aire, regresó adentro.

Estaba oscuro, y la poca luz que los árboles del bosque dejaban pasar se tornaba rojiza al cruzar las telas del carro. A un rincón estaba Kiran, sentado junto a las telas de la pared y fumando Hierbazul en una pipa. Se la conocía con ese nombre por el color que dejaba en la lengua de la gente que la mascaba; y por su propia pigmentación. Otros como Kiran preferían fumarla. Sabía a lima y a menta y resultaba relajante para mucha gente. A Neil, sin embargo, le provocaba el mayor de los ascos.
El Cuervo tenía la cara pensativa; miraba tranquilamente las telas del techo del carro. Algunos mechones oscuros y ondulados le caían sobre los ojos rojos, que relucían como la sangre en la penumbra.

Neil se sentó junto al cofrecito que Kiran había traído de su posada. El Cuervo no se había separado de él desde que lo recogió. «Ten muchísimo cuidado», le había advertido a Neil. «Lo que hay dentro es muy frágil y valioso». A lo que él le había respondido con un ademán con la cabeza, aunque no sin esconder una cierta curiosidad insana.
«¿Qué escondes ahí adentro, Cuervo? ¿Por qué tanto misterio? Quizá simplemente haga falta preguntar...»

Oye Kiran, —carraspeó—, ¿qué tienes en ese cofre?

Kiran exhaló una gran cantidad de humo.

Cosas personales —le respondió, dejando su espada a un lado. La había traído de la posada junto con el cofre, aunque Neil no había podido verla aún, ya que estaba completamente cubierta por un trapo. Un par de cordeles mantenían a este fijo a la espada—. ¿Has afinado ya ese cacharro?

No ha sido necesario. —Toqueteó el laúd—. Ya tenía las cuerdas preparadas.

Neil se había estado quejando de la falta de instrumentos en el pueblo la tarde antes de partir, y de cómo había perdido el suyo por culpa de una mujer llamada Yiluna.

Pues debes de estar en tu día de suerte, Bardo —le había respondido el rey entre risas, mientras llamaba a uno de sus sirvientes que cargaba con un precioso instrumento—. En mi estancia en el sur un idiota debió de haber creído que gobernar un continente no es suficiente carga como para además aprender a tocar este cacharro. Ten, quédatelo. Considéralo una donación para alegrar las aburridas tardes de tu rey. Hoy en día no te puedes fiar de ningún bardo; todos son un atajo de espías y asesinos. Pero creo que podré arriesgarme con quien que ha ayudado a salvar la vida de mi familia.

Para Neil, ese instrumento era la cosa más bella que había visto en su vida. Ni siquiera los bosques verdes de la Isla del Viento estaban a su altura. Ni las musas más bellas de cada reino. Era de un color blanquecino azulado, fabricado con madera añil de los helados bosques del norte. Al tacto resultaba suave y agradable, y las cuerdas cantaban con cariño y precisión. Lo llevaba colgado con una cinta de lino, junto a la pluma de charrán blanco en su pecho. El rey no apreciaba ni por asomo la calidad del presente que había recibido; un instrumento por el que cualquier bardo mataría.

Neil tocó las cuerdas, pensativo.
«Tú eres Kiran de Elias», había dicho el rey la tarde antes de partir. ¿Por qué el rey conocía su nombre? ¿El de Kiran, un vagabundo, un simple mercenario y antiguo Cuervo del Nido? Neil había intentado sonsacarle información, pero no había servido de nada. Cada vez que sacaba el tema, Kiran se hacía el loco o le espetaba con un «no es asunto tuyo».
Y luego estaba lo otro. ¿Cómo era que Kiran había dejado de ser Cuervo y se iba paseando tan tranquilamente por los pueblos? ¿Por qué nadie intentaba poner en una bandeja la cabeza de un desertor? Tampoco había habido respuesta para ello. «El mío fue un caso especial», es lo máximo que pudo sacarle.

¿Y... bueno, adónde vamos? —preguntó Neil, repeinándose hacia atrás el pelo castaño.

El rey dijo que a Antivas —le respondió Kiran—. ¿La razón? Ni idea. Eso deberás preguntárselo a él.

Dicen que la capital está en crisis —se encogió de hombros—, no creo que sea el lugar más adecuado para que encuentres un trabajo.

Yo tampoco lo creo. —Kiran deslizó sus dedos por la pipa de madera, pensativo.

¿Entonces por qué has accedido a ir?

Nadie discute los deseos de un rey, Neil. Deberías saberlo. —Sacó el brazo entre las telas y arrojó la Hojazul de la pipa al exterior del carro, después abrió el cofrecito y metió la pipa dentro. Neil alcanzó a ver relucir un diminuto objeto de cristal en su interior, antes de que Kiran lo cerrara—. Además, hasta ahora todo ha estado igual de escaso de trabajo para mí. Al menos ahora tengo adonde ir.

Sé de buena tinta que en los Reinos de la Primavera hay una disputa entre el señor del Lecho de Rosas y una familia noble bastante poderosa. No recuerdo ahora el nombre de la familia. —Neil se echó junto a Kiran—. ¿Por qué no vas allí? Seguro que hay trabajo de sobra para un mercenario. Tengo pensado viajar a los Reinos del Invierno, a Pico Nevado. Si quieres podría acompañarte durante la mitad del trayecto.

No, Neil. No me interesa inmiscuirme en las guerras estúpidas entre los señores nobles. No son más que rabietas entre familias poderosas, egoístas y avariciosas en las que su propio pueblo se mata entre ellos por una disputa que ni siquiera llegan a comprender. Que los señores vasallos y demases títeres de la realeza participen en ese tipo de conflictos sin sentido —escupió—. Yo no lo haré.

No lo entiendo. Una guerra es una guerra; y por favor, deja de escupir en el carro. —Neil se encogió de hombros. ¿Qué más daba quien lo contratara? Él era un mercenario, no era su trabajo juzgar lo bueno o malo de sus actos.

Yo participo en guerras justas; que las hay. El año pasado mismo viajé por los archipiélagos del Mar Sereno. Allí ayudé a unos campesinos de una pequeña isla granjera a recuperar sus tierras; unos bandidos las habían tomado por la fuerza y habían esclavizado a todos los habitantes. Mujeres y niños incluidos. No fue muy difícil acabar con ellos, los propios habitantes de la isla pusieron de su parte y pelearon con fiereza. Al terminar, todos estaban tan agradecidos que me pagaron incluso más de lo acordado. Regresé a Lanaeda con seiscientos estios, un barco de vela de lujo, una tripulación acorde y los mejores remeros que el dinero puede comprar. Es lo mismo que pelear en esas guerras estúpidas, ganas dinero; solo que luego no te sientes como una mierda cuando te despiertas por la mañana.

El trabajo de mercenario en sí mismo consiste en no juzgar la razón de las guerras —dijo Neil con seguridad, mostrando sus dientes blancos—. No sería tu culpa, Kiran, sino de aquellos que te contraten.

Los que me contraten no son quienes van a ir en la vanguardia cercenando cabezas. Y hazme un favor, Neil; mientras yo no te enseñe a tocar el laúd, evita enseñarme cómo hacer mi trabajo.

Me ofendes, Kiran. Yo jamás trataría de enseñarte cómo asesinar, degollar, mutilar y sobretodo cercenar. —El bardo esbozó una sonrisilla ladeada—. Si hasta quería acompañarte hacia el este —rió.

Neil corrió las telas y volvió a salir al borde del carro, mientras olía el humillo de la Hierbazul que Kiran se había encendido. El humo proveniente de la pipa salía hasta el exterior del transporte y provocaba en Neil cierto mareo. Olía a menta y a césped húmedo.

Los jinetes que guardaban la zona sur se habían abierto en dos filas paralelas a los costados del carro, dejando una vista perfecta del paisaje y el horizonte que se alejaba. Era el momento perfecto para componer algo; nada demasiado minucioso, algo sencillo. Neil comenzó a rasgar las cuerdas de su laúd con el cuidado con el que se mece bebé recién nacido, y se dejó caer bajo el sueño de las reinas rubí y del otoño perpetuo.

La senda avanza por el horizonte,
el viaje apenas ha comenzado.
Ya estoy decidido, el destino me llama;
no hay necesidad de un sendero dorado,
que yo camino por mi senda de hojas secas
con veloz pie fatigado,
al amparo de mi destino
con mi amigo el Cuervo a mi lado.

El carro volcó con un estruendo estrepitoso. Neil cayó dentro y dio varias vueltas chocándose contra el techo, las paredes, y todos los rincones del transporte.
Estaba boca abajo, junto a Kiran. Se había golpeado varias veces la cabeza y todo le daba vueltas.

¿Qué a pasado? —gruñó, agarrándose la nuca.

Kiran se tambaleó hasta el exterior del carro sin responder. Neil lo siguió. El carro estaba volcado hacia un lado, y una de las ruedas traseras estaba destrozada.

Ha chocado contra una roca —comentó un guardia real.

Pues debió de ser una roca muy dura aquella —le respondió el rey, encogiéndose de hombros—. ¿Y ahora qué?

Un par de guardias dicen haber trabajado como carpinteros, y uno de los carros de detrás tiene los materiales necesarios para construir una nueva llanta. Pero sus acompañantes deberán de quedarse aquí toda la noche hasta que lo reparen, mi señor.

Kiran soltó un sonoro bufido.

No, eso es inaceptable. —El rey observó durante unos instantes la rueda, con un rostro analizante—. No parece que sea algo que se pueda arreglar con unos listones de madera —dijo con un suspiro—, pero no dejaré a mis invitados a merced del bosque. Acamparemos aquí. Todos —ordenó.

Los guardias no estaban muy convencidos con la decisión de su rey, pero obedecieron. Neil echó un vistazo a su alrededor. Se trataba de un claro en mitad del bosque, rodeado de árboles por todas partes y bordeado por el camino real. El suelo estaba cubierto de hierba y arena, y por los árboles subía una gran cantidad de hiedras y musgo.

Tardaron varias horas en levantar el campamento. Había una tienda de campaña para cada pareja de guardias y aún así sobraba espacio antes de llegar a los árboles. Por entre las ramas se filtraba la blanquecina luz de la luna llena, aún muy baja en el horizonte y casi invisible tras la flora.

Neil pasó la noche en una de las tiendas, junto a Kiran.
Se despertó al escuchar el suave sonido de la tela contra la hierba. El rey entró adentro, con unas ropas de terciopelo azul distintas de las que había llevado durante el viaje.

Espero no haberos despertado —dijo.

«Es todo un halago que te hayas tomado la molestia en fingir que te importamos», pensó Neil.

Tranquilo —le respondió Kiran, aún con los ojos cerrados—, rara vez consigo conciliar el sueño.

Un rasgo imprescindible para cualquiera que trabaje para un rey. Me alegra saberlo.

Yo sí que me había dormido. —Neil se incorporó—. Pero le alegrará saber que lo que realmente me despertó no fueron las palabras de su Majestad, sino su majestad al correr las cortinas —dijo con una sonrisilla.

¿Y cuál se supone que es ese trabajo? —Kiran agarró la mano de Neil y se puso en pié—. Su Majestad me ha traído aquí, de camino a Antivas, sin ningún tipo de aviso y sin saber que es lo que desea de mí. Si es para la guerra para lo que me quiere, ha venido a buscar a la persona equivocada. Llevo años retirado —mintió—. Ahora soy herrero, fabrico armas y allá cada cual con lo que haga con ellas.

Lo que quiero de ti no tiene nada que ver con la guerra. También sé que no eres herrero. —Kiran apartó la vista un momento, y Neil casi se echar a reír ante la situación—. Pero como te digo, no es para eso para lo que te necesito, por lo que no hace falta que mientas. —Faendar se frotó la barbita canosa—. Es justo que quieras conocer la razón por la que vas a ir a Antivas, y esperaba poder hablar contigo sobre ello hoy en el castillo. Pero según parece, los dioses han creído oportuno que pasemos toda la maldita noche a la intemperie —escupió—. Salgamos afuera, te lo explicaré todo. Bardo, ¿vienes con nosotros?

Neil ignoró no haber notado la indiferencia que el rey mostraba continuamente hacia él.

Sus deseos son órdenes para mí, su majestad —dijo con una sonrisilla ladeada.

La luna estaba ya muy alta; fuera del claro los árboles tapaban la mayor parte de su luz.
Avanzaron por el bosque con tranquilidad, y se detuvieron junto a un bellotero trepador recubierto de hiedras por toda su corteza. Junto al árbol se agitaban tímidamente las aguas de un pequeño lago.

Se acercan tiempo malos, Kiran. —Faendar se sentó junto al árbol. Neil y Kiran lo acompañaron, cada uno a un lado de él.

Lo sé, su majestad. Todo el mundo lo siente —respondió Kiran.

La gente lo siente; yo lo sé. El idiota de mi sobrino intenta arrebatarme unos reinos que no puede controlar, Pico Nevado me jura lealtad mientras espera a la mínima oportunidad para clavarme un puñal por la espalda, y esa estúpida señora del Lecho de Rosas no ve más allá de sus jardines y sus flores. Y mientras, en las Tierras del Rey, la capital patas arriba, la guardia real desestructurada y una guerra civil a medio cimentar en los arrabales. —Faendar se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano. No hacía ningún tipo de calor, es más, la hierba estaba mojada y olía a humedad.

Neil sabía a qué se refería el rey. Cuando las guerras asolaban las ciudades nadie se paraba a preguntar los ideales que cada habitante antes de desenvainar la espada. La gente de Antivas sabía que podía darse por muerta si la ciudad fuera asediada con éxito.

Yo he visto las preocupaciones del pueblo —inquirió Neil—, hace mucho desde la última guerra, nadie está preparado para pelear. Los antiguos guerreros están demasiado quemados, y los nuevos no hacen sino ensalzar a una guardia real ya suficientemente torpe de por sí. La gente lo sabe, se da cuenta de que las cosas no van bien; y cuando eso ocurre, el pueblo lucha por un cambio en el sistema, sea o no la solución al problema. Y en esta situación, todos saben qué hacer para cambiar el sistema...

Unirse a la guerra civil —continuó Kiran—. Entiendo el punto, ¿pero qué tiene eso que ver conmigo? Yo no soy un político. No puedo cambiar nada.

No eres un político, pero te equivocas; tú eres el más indicado para cambiar la situación. —El rey se levantó, algunas hojas secas crujieron en el suelo—. Con la disciplina adecuada el ejército se puede reorganizar, bajo las condiciones propicias los enemigos pueden ser aliados y las guerras se pueden ganar, pero no entre caos. Ni el mayor de los ejércitos de Lanaeda podría combatir con los enemigos del exterior mientras libra una batalla contra su propio pueblo. De momento la guerra civil no es más que un puñado de riñas y escaramuzas sin importancia, y tú serás el encargado de que siga siendo así. De ahora en adelante formarás parte de mi consejo, puedes llamarme Faendar.

Su majestad... no estarás diciendo eso en serio, ¿verdad? Ni siquiera soy noble, no sé que tipo de consejo podría dar.

«Creo que ahí está el asunto, Kiran», Neil amagó una sonrisilla. «No eres noble».

¿Y de qué me sirve un consejo lleno de nobles incapaces de ver más allá de su ombligo? —Faendar frunció el ceño—. El contable escucha a los viajeros, a los comerciantes y a los nobles; el informador escucha a las putas, a los mendigos y a las sombras; y el Gran Clérigo escucha a los dioses. ¿Y quién escucha al pueblo? ¿Quién me presentará sus ruegos y súplicas y evitará que formen una guerra civil?

Kiran se levantó y observó el lago con solemnidad. Neil se fijó en su reflejo en el agua: tenía el ceño fruncido, la boca deformada en una mueca y sus iris rojos radiaban en la penumbra.

La gente nunca me escuchará, nunca me respetará. —Kiran observó durante unos instantes a un búho en un árbol, a lo lejos—. Aún hay mucha gente que me llama desertor, otros cazador de brujas, y los hay que simplemente me llaman monstruo.

La gente se muestra recelosa hacia lo diferente y lo extraño. Pero no temas, te ganarás ese respeto.

Cómo, ¿mediante la amenaza y la espada? —Preguntó Kiran.

No, a eso se le llama miedo. La gente también desea ser escuchada. Dale al pueblo lo que quiere, y te ganarás su respeto y su gratitud.

¿Y si me niego? —dijo Kiran, con una voz que casi era un susurro.

«Negarse no es una opción cuando se trata con un rey», pensó Neil.

Faendar cambio su peso de una pierna a otra.

La pregunta es: ¿te negarás?

Quizá —le respondió—. La vida del consejo del rey en tiempos de guerra suele ser muy ajetreada. Y muy corta.

Bueno, soy tu rey —dijo Fanedar—, podría ordenártelo.

Y yo sería tu consejero, podría darte malos consejos. —Kiran se encogió de hombros.

Faendar soltó una carcajada.

Sabía que no sería fácil convencerte —dijo entre risas—, y por eso pensé en un trato que también te favorezca a ti. —Faendar sacó un pergamino enrollado de su cinturón y le echó un vistazo rápido—. Según veo, Kiara de Elias está encerrada en el Nido desde los... vaya, desde los diez años. Casi ni tuvo oportunidad de ver el mundo. ¿No sería maravilloso que por fin gozara de libertad para ir adonde quisiera?

Kiran giró la cabeza nerviosamente.

¿Sería eso posible?

Cuando haya probado tu lealtad y tu trabajo, será libre bajo las leyes de la magia fuera del Nido. Tienes mi palabra.

Kiran carraspeó.

Lo tenías pensado desde el primer momento, ¿no es así?

Soy rey. Sé muy bien que nadie hace nada por caridad.

6 comentarios:

  1. Observaciones: 1- «¿Qué es lo buscáis?» ??
    2- hierbazul es una planta o algún tipo de hierba, no debería ir con mayúscula.

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  2. 1- ¿? ¿Cuál es el error?

    2- Hierbazul no debería de ir con mayúscula, exacto. Si hay algún momento en el que la he puesto con mayúscula es una errata.

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    1. «¿Qué es lo buscáis?»
      ¿No debería ser: Qué es lo que buscáis?

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  3. Ah, sí, correcto. No me había fijado xD

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  4. Ahora van una serie de relatos cortos hasta que termine un prólogo y haga una serie de cambios en la organización política en los fragmentos ya publicados. Por lo que tardará un tiempo en seguir la historia.

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