domingo, 25 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - III

III

La casa estaba vacía, silenciosa. Así eran los hogares de las mujeres que vivían solas, sin marido ni hijos. Lugares tristes, oscuros e inmutables, donde la tristeza y la nostalgia de momentos mejores se respiraban en cada rincón, en cada alfombra, en cada tapiz.

Pero no debería de ser así en este lugar.

Kiran tomaba la sopa despacio, con sonoros sorbidos. El ambiente no era el que él había esperado; de saber que se iba a encontrar con un lugar como ese hubiera hablado lo que fuera necesario con Balautena en las calles del pueblo. A él no le gustaba esto, le ponía nervioso, no sabía que hacer en este tipo de situaciones.

En las paredes habían colgadas cabezas de animales disecadas. Un oso, un alce, un lobo y un dientes de sable del norte con un pelaje blanco como la nieve. El antiguo marido de Balautena debía de haber sido dado a la taxidermia. A Kiran le parecía que hasta las caras de los animales muertos estaban tristes.

—¿Quieres repetir? —le preguntó Balautena.

—No. —Kiran apiló su plato sobre el de la mujer, sacó una pipa de su bolsillo y la encendió. El humo que desprendía olía a menta y a hierba húmeda—. Gracias por la comida y el hospedaje para la noche, por cierto. Pero creo que me habías pedido venir aquí por una razón relacionada con ciertos niños desaparecidos.

—Los niños; ah Cuervo, los niños. Alguien que nunca haya tenido uno jamás podrá saber ni por asomo lo que se siente al despertarse y descubrir que te han arrebatado a tu hijo de las manos. ¿Alguna vez has sido padre, Cuervo?

—No que yo sepa. —Kiran exhaló humo—. Aunque después de tantos años, ¿quién podría estar seguro?

Balautena se encogió de hombros.

—Las mujeres acabamos dándonos cuenta tarde o temprano —dijo—. En una ocasión conocí a una mujer que no se enteró de su embarazo hasta el día en que dio a luz. ¿Cómo puede ser eso posible, Cuervo? ¿Magia?

—He conocido a hechiceros capaces de hacer desaparecer un feto de más de cuatro meses, a otros capaces de cambiar el sexo del niño antes de nacer, y a otros, especialmente listos, capaces de hacer quedarse embarazada a una mujer por un método en el que dudo que la magia intervenga en absoluto. Pero nunca he sabido de ningún tipo de hechizo capaz de crear la vida. A veces la explicación más sencilla es la correcta.

—¿Y cuál es esa explicación tan sencilla?

—Pues —Kiran expulsó el humo de la pipa por la nariz— que muchas veces, a las chicas gordas les cuesta notar la diferencia entre estar y no estar embarazadas. Hay embarazos en los que las náuseas son mínimas, y en casos como el que explico, la barriga no crece mucho más de lo normal, menos aún si el niño resulta ser de baja estatura. ¿Me equivoco? ¿O acaso esa chica no sufría de sobrepeso?

—Pues estás en lo correcto. Era la hija de un burgués bastante suelto de dinero y siempre le recomendé que comiera menos y caminara más, o nunca encontraría marido. —Balautena rió—. Pero al final me equivoqué; encontró marido, y además no le costó demasiado.

Kiran no respondió.

—Pero bueno —siguió la mujer—, no me iré más por las ramas. Supongo que ya habrás hablado con el alcalde, y que te habrá pedido que busques a los niños por toda la ciénaga. No hace falta que me respondas, sé que lo ha hecho. Pero lo que el alcalde quiere no es más que retrasarte. Retrasarte a ti, y retrasar el día en que todos volvamos a ver a nuestros hijos, si es que ese día existe.

Kiran se chupó dos dedos y apagó la pipa con ellos. Volcó la ceniza junto con algunas hojitas chamuscadas en la mesa.

—¿Me estás diciendo que el alcalde me ha mentido? —preguntó.

—No te ha mentido —respondió Balautena—, pero tampoco te ha dicho toda la verdad.

—Las verdades a medias no se diferencian mucho de las mentiras, doña Balautena.

—Y en este caso menos todavía. Abre bien los oídos, Cuervo, y escucha; porque la voz del pueblo por fin va a hablar, y va a contarlo todo de una vez. Aún queda mucho tiempo hasta que amanezca, y pienso aprovecharlo al máximo —se inclinó sobre la mesa—. El alcalde nos advirtió de que no debíamos decírselo a nadie. De que si lo hacíamos, puede que jamás volviéramos a ver a nuestros hijos. —Balautena frunció el ceño—. Pero cada vez estoy más segura de que si no hago nada, de que si nadie hace nada, jamás volveré a ver a mi hija. Además, ya ha pasado una semana. Quien sabe si todavía quedan niños a los que encontrar.

El Cuervo no dijo nada.

—Todo comenzó hace no mucho —siguió—. Harán dos semanas o así. La ciénaga estaba infestada de monstruos como nunca antes lo había estado. No solo abejones, había de todo: susurradores, ninfas del pantano, insectos comehombres, lodamentos, chasqueadores... De todo lo horrible que te puedas imaginar que haya en una ciénaga, lo había aquí y multiplicado por diez. Murió alguna gente, y el resto estábamos asustados. Ni te imaginas el miedo que se siente cuando en mitad de la noche, empiezas a escuchar a los susurradores por todas partes alrededor de tu casa; o cuando oyes ese ruido infernal que hacen los chasqueadores. Los monstruos nunca se habían atrevido a entrar en el pueblo... pero no sabíamos qué día o qué noche eso dejaría de ser así.

»La gente estaba realmente asustada, Cuervo. No sabíamos ya que hacer. Incluso pensamos en mudar todo el pueblo, en irnos todos de aquí, a kilómetros de distancia de cualquier tipo cenagal e instalarnos allí de nuevo. Pero esto es Lodendar. Nuestros abuelos, nuestros bisabuelos vivieron aquí; habría sido una tremenda desgracia tener que marcharse. Y entonces, como caído del cielo, nos llega un hechicero. O eso decía él, ya que por las pintas que tenía casi le pegamos una paliza y lo echamos del pueblo metido en una bolsa, que es lo que solemos hacer con los mercaderes de judías mágicas, los vendedores de biblias y demás pintamonas.

—Y bien merecido que lo tienen.

—Sin duda —continuó Balautena—. Pero resultó que no; que este sí que era un mago de verdad. El alcalde lo contrató y le prometió que, aunque este era un pueblo humilde, le daría todo lo que pudiera darle si conseguía deshacerse de los monstruos. El hechicero sonrió con esos dientes podridos que tenía, y aceptó. Se pasó toda la noche tocando una canción infernal con una flautilla. Creíamos que el mago ese se estaba riendo de nosotros, pero a la mañana siguiente, ya no había monstruos en la ciénaga. Ni uno solo.

—Eso sí que me lo contó el alcalde —dijo Kiran.

—Pero seguro que se saltó las partes que le pareció convenientes. Aún así, si no te mandó fuera del pueblo nada más llegar y decidió contarte algo sobre el tema, por poco que fuera, es porque pensará usarte como última opción contra el hechicero, si no encontrara otra solución por su cuenta.

—Creo que ya sé por donde van los tiros con lo del mago. —Kiran se frotó el dedo índice con el pulgar—. ¿El alcalde se negó a pagar?

Balautena suspiró.

—No sé cuál sería la suma que el hechicero le pidió —dijo—, pero el alcalde aseguró que jamás en toda su vida podría pagarla. Es todo culpa suya, es un estúpido. Cuando haces un trato con alguien tan poderoso como un hechicero tienes que estar seguro de que podrás cumplir tu parte.

—¿Entonces —dijo Kiran— como no pagasteis, el mago se llevó a vuestros hijos?

—Tal que así. Nos dejó una nota; ponía: «Cuando estéis dispuestos a pagar, seguid el pan». Supongo que ya habrás visto el rastro de migas de pan que recorre el pueblo.

—Sí, aunque preferí no ir adonde quiera que llevase. Últimamente a muchos idiotas les ha dado por guiar a la gente a emboscadas mediante rastros de pan. ¿Por qué no quería el alcalde que encontrara al hechicero?

—Porque tiene miedo, Cuervo —respondió Balautena—. Dice que si vamos allí sin el pago, matará a los niños. Quiere ganar tiempo. ¿Pero para qué quiere tiempo, si no va a hacer nada? Y ahora nos llega por gracia de los dioses un cazador de magos. Sea como sea, eres nuestra ocasión para recuperar a nuestros hijos. La única.

—¿Y los niños siguen vivos? —preguntó Kiran.

Balautena se encogió de hombros.

—Todos queremos creer que sí —dijo.

—Suficiente. —Kiran se incorporó de un salto.

—¿Adónde vas, Cuervo?

—No voy a esperar al amanecer, doña Balautena. He decidido que si esos niños han podido aguantar una semana sin sus familias, yo también podré aguantar a un puñado de cocodrilos en la oscuridad.

Kiran caminó hacia un extremo de la sala. Las bisagras de la puerta chirriaron al abrirse.

—Cuervo, una cosa más —le dijo Balautena—. Te pido por favor que no seas duro con el alcalde, aunque yo misma lo haya sido. Es un cobarde, sí, es un estúpido también; pero es buena persona y quiere a su hija como nadie más lo hace en el mundo.

—¿Y por qué debería nadie querer a una niña más que su propio padre? —preguntó el Cuervo.

—Porque su hija es también la mía —respondió la mujer.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - II


II

Un montón de huesos. Olía a cieno, a estiércol, a un montón de olores nauseabundos. Y a muerte.
Kiran había perdido cualquier tipo de escrúpulo hacía tiempo. Metió la mano en la pira y observó con detenimiento varios cráneos diminutos. La montaña de miembros descompuestos centelleaba dorada bajo la luz del crepúsculo.

El cuervo se mostraba cada vez más atento en su tarea, más preocupado a cada segundo. Miraba la siniestra esfera blanquecina y le daba vueltas, nervioso. Observó un húmero, un costillar, unas falanges de extrañas formas.
Y entonces vio un cuerno partido, y su preocupación desapareció por completo.

Cabras. Al final solo eran cabras. Aquí debía de ser a donde los campesinos traían al ganado muerto. Un sitio lo bastante alejado del pueblo como para no molestar a nadie con su olor y su podredumbre.

Kiran tenía las ropas manchadas de fango hasta casi el cuello. Había tenido que adentrarse mucho en la ciénaga, y aún no había encontrado ningún rastro de los chiquillos desaparecidos. ¿Pero cómo era posible que hubieran desaparecido tantos niños y no hubieran dejado ningún tipo de rastro tras de sí?

Se agachó, frotó entre sus dedos un extraño polen blanquecino, y descendió de nuevo hasta el lodazal. El barro volvía al Cuervo torpe y lento, y retrasaba aún más la exploración del interminable cenagal. Debía de darse prisa; pronto se haría totalmente de noche y para entonces debía de haber regresado al pueblo. En la oscuridad, los cocodrilos eran unos animales a los que se les debía de tener mucho respeto. El hechicero del que Dodrain le había hablado echó a los monstruos, pero debió olvidarse de los animales peligrosos.
Cuando regresara al pueblo, tendría que dar la mala noticia. Ocho días y ocho noches. Mucho tiempo. Demasiado.

Escaló por unas hiedras; el suelo estaba cubierto de musgo. Pasó por un estrecho camino entre dos árboles, vadeó un pequeño humedal y cruzó otro lodazal por encima de un tronco estratégicamente derrumbado.

Escaló el tronco de un árbol, trepó por las ramas, se balanceó de una a otra y subió a la copa. Pudo divisar el pueblo, no muy lejos al noreste. Anochecía.
Se resbaló sobre la humedad de unas hojas al descender. Cayó de bruces sobre el suelo y pudo ver algo frente a sus ojos, sobre la hierba, era blanco y diminuto. Debía de ser algún tipo de polen, y al parecer dejaba un rastro a lo lejos.

Se incorporó, cruzó entre dos pequeñas cabañas y llegó finalmente al pueblo. No le gustaba lo que tocaba ahora. «Las malas noticias no son buenas.»
Kiran observó un fino grano de color blanco sobre la hierba. Lo mismo de antes. Se agachó.

—Esto es... ¿pan?

—Cuervo.

Kiran se volvió. Frente a él se encontraba una mujer morena, algo entrada en años y metida en un vestido azul muy largo. La recordaba; era aquella mujer valiente de la reunión, aquella más valiente que el alcalde. Decía llamarse Balautena.

—Señora —respondió.

—Por tu cara supongo que no has encontrado nada en ese cenagal asqueroso —dijo la mujer.

—Estás en lo correcto. No te preocupes, mañana a primera hora reemprenderé la búsqueda. Hoy el sol estaba demasiado alto cuando comencé. No pierdas la esperanza.

—La esperanza es el consuelo de los inútiles —respondió Balautena—. Esta ciénaga es demasiado grande y demasiado difícil de transitar como para ir dando palos de ciego. Si por el alcalde se tratara, a nuestros hijos les podíamos ir dando entierro, porque en la puta vida los íbamos a hallar.

—Y deduzco por tus palabras —dijo Kiran— que tú tienes algo que contarme que podría ayudarme en todo esto.

—Sí. Conmigo, Cuervo; hablaremos en mi hogar más tranquilamente. Ya ha sido suficiente, ya es hora de que la voz del pueblo sea escuchada.  

viernes, 16 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - I

Aquí comienzan los que serán una serie de relatos cortos hasta que retome la novela en sí. Espero que os gusten tanto o más que lo que he colgado anteriormente.


La voz del pueblo

I

Kiran estaba cansado. Caminaba con lentitud, tirando desde el suelo de las riendas de su yegua. El animal tenía las alforjas cargadas hasta los topes de provisiones, pieles de animales de colores extraños y unos frasquitos de contenido desconocido. A un lado colgaba, botando a cada paso de la potra, una espada de un diseño refinado, bello. El pomo era de plata y había sido tallado en forma de cabeza de cuervo; los ojos del ave eran diamantes del tamaño de un hueso de aceituna. La vaina, en cambio, era bastante simple, hecha de cuero y con un par de correas para atarla a la espalda.

Por el camino habían vuelto a llamarle Cuervo. Fueron unos vagabundos que viajaban a Chenna y que necesitaban su ayuda para curar a un caballo enfermo. A Kiran ya no le importaba, se había acostumbrado a que la gente lo llamara Cuervo, y ya lo aceptaba.

El pueblo se encontraba en mitad de la ciénaga. Kiran se preguntaba de quién habría sido la ''sensacional'' idea de construir un asentamiento en un lugar como ese, alejado de la mano de los dioses y sin un ápice de civilización en kilómetros a la redonda.

La yegua tiraba de un carro de madera; las ruedas chirriaban ligeramente al girar. Estaba tapado con una tela y lo que quiera que hubiera dentro desprendía un hedor nauseabundo. Las moscas revoloteaban como locas.

Pasó junto a la que debía de ser la plaza mayor del pueblo. Desierto. Todo desierto. Era extraño, ya había pasado el mediodía y en el pueblo no había ni un alma. Junto a las fuentes de los poblados siempre solía haber niños jugando; en especial a un juego al que solían llamar «cazar al trol». Pero aquí, ni siquiera eso.

Siguió tirando de las riendas, caminando, tanteando con la mirada los pequeños edificios de barro, ramas y paja. Y entonces vio a la primera persona, y a la segunda, y a la tercera.
Unos vociferaban, otros cuchicheaban nerviosos; pero no era por el Cuervo. Formaban una enorme cola, una multitud que sobresalía de una de las casas. Kiran ató a la yegua junto a un bebedero de agua, y tras la mirada de algunos de los miembros de la multitud hacia su espada, se ató el arma a la espalda.

Se abrió paso entre el gentío. La estancia era redonda, y la gente estaba posicionada alrededor de un hombre de cabellos canosos en lo que parecía ser algún tipo de reunión o asamblea.

—Mis buenas gentes, por favor —pidió el peliblanco, haciendo gestos de calma con las manos—, sed razonables. Tiene que haber una solución lógica para todo.

—¡Solución lógica, tus muertos! —vociferó un hombre entre la multitud— ¡Se llevaron a nuestros niños hijo de puta!

Una mujer gritó, otra lloraba.

—¡Sí. Nuestros hijos, nuestros hijos! —gritaron algunos.

El tipo del pelo canoso suspiró.

—Por favor —repitió—, todos estamos destrozados, y os recuerdo, mi buena gente, que aunque el alcalde vuestro soy también soy persona, y como tal, padezco igual que vosotros. Yo también quiero volver a ver a mi hija. ¿Qué? ¿Acaso creéis que no? Pero lanzarse a la ciénaga sin más no nos llevará a nada. Si acabamos muertos, nuestros hijos no se salvarán. Nunca. Así que, os repito, hacedme caso. Debemos ser pacientes, cautelosos. Debemos esperar a...

—¡Esperar! —gritó una mujer—. ¡Y una mierda esperar! ¡Ha pasado ya una semana, hijo de puta, ¿a qué esperas, a que tengamos que encontrar los cadáveres de todos los niños del pueblo en la ciénaga, cubiertos de fango hasta el culo?! ¡Pues por los dioses te juro que hoy mismo cojo una orca y me voy yo misma a buscar a mi niña!

La multitud asintió a gritos a las palabras de la mujer. Otros vociferaron insultos hacia el hombre que decía ser el alcalde del pueblo. Kiran carraspeó sonoramente.

—Balautena —le dijo el albino a la mujer—, por favor, no cometas ninguna estupidez. Entre hoy y mañana encontraré alguna solución al problema, todos tenéis mi palabra. Y si no, yo mismo iré como alcalde de este pueblo orca en mano y coraje en corazón, a por nuestros hijos, enfrentándome a cualquier mal que me aceche en el camino. Ahora, por favor, regresad a vuestras casas, parece que tenemos un peregrino en el pueblo.

La multitud se dispersó, no sin antes soltar algunas maldiciones, insultos y amenazas a su alcalde. La mujer llamada Balautena fue la última en marcharse.

—Bienvenido, forastero, a este mi humilde pueblo —dijo el alcalde, cogiendo una jarra de barro y llenándola hasta los topes del contenido de un barril sobre un mostrador—, aunque creo que ya imaginarás que no has escogido el momento más adecuado para venir a visitarnos. ¿Cerveza?

—Sí, por favor.

El alcalde limpió una jarra con un trapo, y después, tras llenarla, se la tendió a Kiran, que estaba sentado sobre una mesa redonda de madera.

—Y dime, ¿cuál es la razón de tu visita? ¿Tienes nombre? Bueno, claro que lo tienes. Hasta los bastardos tienen nombre. Lo que querría saber es si puedes decirlo sin miedo a que alguien trate de vender tu cabeza por algún tipo de recompensa.

—Tengo, señor alcalde, y puedo decirlo sin ningún miedo. Kiran de Elias. Encontré este panfleto clavado sobre unas direcciones en el camino. Cien estios por cada abejón que se mate en la ciénaga alrededor de este pueblo. Pues bien —Kiran hizo señaló al carro de afuera con el pulgar—, ahí hay ni más ni menos que cinco abejones, señor alcalde.

—No hace falta que me llames alcalde, tú no eres de aquí. Y además, ni siquiera la gente del pueblo me llama alcalde últimamente. Prefieren llamarme por el nombre de la supuesta profesión de mi madre, y con razón, supongo. Me llamo Dodrain, aunque me da que pronto tú también preferirás llamarme hijo de puta.

—No lo haré, puede estar tranquilo, señor Dodrain. —Kiran dio un largo sorbo de su jarra—. El papel estaba bastante viejo y desgastado cuando lo arranqué. Me iba imaginando por el camino lo que podía pasar.

—Siento mucho que hayas malgastado tu tiempo y tu salud para nada. —Dodrain se encogió de hombros—. Además, tampoco mataste a los abejones en el interior de la ciénaga, ¿me equivoco? —sonrió.

—Me ha pillado —confesó el Cuervo, amagando un gesto que debía ser una sonrisa pero que sin posibilidad de equivocación no lo era—. En las afueras había suficientes abejones como para volverme noble si la recompensa hubiera seguido vigente, pero en el interior de la ciénaga, ni uno solo.

—Y por los dioses que más vale que siga siendo así. De ese modo al menos habrá valido la pena todo lo que le pagamos a aquel fanfarrón para que expulsara los monstruos de aquí. —Dodrain se sentó en la mesa, junto a Kiran—. Contratamos a un hechicero para encargarse de ellos. Parecía un vagabundo, el hijo de puta, con un manto verde y con los pelos de la barba más negros que el sobaco de un mono. Pero luego cogió, y quién se lo iba a imaginar con lo feo y la cara de marrano que llevaba, se puso a toquetear una flauta, y de la noche a la mañana, pum y adiós monstruos. No quedaron ni ratas en toda la ciénaga.

—Últimamente se ven muchos brujos así. —Kiran dio otro trago—. Desde hace lustros, cuando se empezó a encerrar a los magos en el Nido, ha habido gente que ha ido en contra de la ley y ha escapado de ser enviados allí. Quedan relegados a hacer negocios baratos con su magia, porque si tuvieran demasiado dinero llamarían la atención y los Cuervos vendrían a llevarlos al Nido. Pero en los vagabundos no se fijan. Nadie se fija en un vagabundo.

—Claro, y seguro que tú sabes bastante de ello, señor cazador de monstruos. Con esos ojos tuyos...

El iris de los ojos de Kiran era rojo. Como el de todos los Cuervos. El alcalde se había dado cuenta de ello, como mucha gente antes que él. Kiran odiaba este momento en particular; era como una repetición constante de las mismas palabras, una vez tras otra, en cada conversación en la que alguien se daba cuenta de su apariencia ligeramente anormal.

—Cazador de monstruos —continuó Dodrain—, y una mierda. Tú has venido buscando al hechicero cochambroso ese. No mientas. Te he pillado, señor Cuervo.

—No tengo ninguna necesidad de mentirte. Ya no soy Cuervo; estoy retirado. Y tampoco soy exclusivamente cazador de monstruos.

El alcalde dio un gran trago de su cerveza tras algunos segundos.

—Lo siento —dijo—, no te creo.

—Como le digo, señor alcalde, no tengo necesidad de mentirle. ¿Por qué iba a hacerlo? Un Cuervo actúan por encima de cualquier ley, y también posee una fuerza muy por encima de la que cualquier campesino pudiera plantarle. De hecho sigo poseyéndola. Así que, ¿cuál sería la razón para ocultarme? Si quisiera «recoger» a cualquier hechicero, me bastaría con venir y llevármelo, le pesara a quien le pesara.

El Cuervo calló durante algunos segundos. Dodrain colocó su jarra de cerveza, ahora vacía, sobre la mesa.

—Pero tampoco importa —siguió Kiran, levantándose de la mesa—. Nadie va a pagarme por esos abejones y yo tengo que buscarme el sustento; así que no tengo pensado quedarme en su pueblo el tiempo suficiente como para que nadie pueda juzgar si digo la verdad o realmente soy un mentiroso. Gracias por su hospitalidad, señor alcalde. Y por su cerveza.

Kiran se sacudió el jubón azul marino y dio media vuelta. El alcalde se incorporó de un salto.

—¡Espera! —dijo aceleradamente—. Cuervo, o lo que seas. ¿A qué más dices que te dedicas a parte de asesinar bichos?

—A un poco de todo. Mis servicios suelen ir desde talar arboles hasta ordeñar a las vacas, llevar a pastar a las cabras, preparar remedios y ungüentos sanitarios, fabricar objetos de carpintería, recoger el grano, y, en fin, todo tipo de tareas, siempre que se me remuneren. Aunque la gente suele preferir los servicios relacionados con el arte de la guerra.

—¿Y cómo se te da tal arte?

—Bastante bien, dicen.

Dodrain se frotó la cara con las manos. Después, suspiró.

—No sé si dices la verdad —dijo— o no... Bah, y a mí que más me da de todas formas si vas detrás de ese andrajoso. Al fin y al cabo hace días desde que partió de aquí, qué me importa a mí lo que pueda pasarle. Escucha, Kiran, ven, tengo una proposición que hacerte, aunque he de advertirte que será difícil y probablemente peligroso. ¿Te vuelvo a llenar la jarra?

—Pues no le diría que no.

El Cuervo volvió a apoyarse a uno de los lados de la mesa.

—¿Viste la escena que me montaron antes a tu llegada, no? Por los dioses, claro que lo viste; esos ordeñacabras saben tanto de guardar las apariencias como un gato de tocar el violín. Y yo encima, ya me viste, poniendo ojos de cordero degollado y hablándoles como si fuera una doncella recién llegada a su lecho.

El Cuervo calló.

—¡Pues no será solo culpa mía! Que yo sepa no he ido a rastras con los chiquillos metidos en una bolsa para venderlos ni nada por el estilo. Entonces, ¿por qué quedo yo como el único culpable, Kiran? ¿Por qué me toca a mí evitar que esos idiotas se suiciden?

—Porque ese es el trabajo de un alcalde, supongo. —Kiran se encogió de hombros—. Entonces, ¿han desaparecido todos los niños del pueblo?

—Sí. —Dodrain dio un largo trago de su cerveza. No dijo nada durante algunos segundos—. Sí, y no te imaginas como lo sufrimos todos. Mi hija también desapareció, ¿sabes? Y esa gente se cree que no deseo volver a verla tanto o más de lo que ellos desean ver a sus chavales.

—Y ahora, lo que quieres pedirme es que me encargue de encontrar a los niños, ¿me equivoco?

—Sí —Dodrain adoptó un aspecto siniestro—. O lo que quede de ellos...

—No nos pongamos en lo peor, señor alcalde. ¿Cómo y cuándo desaparecieron los niños del pueblo?

Dodrain se puso en pie. Caminoteó por la sala, nervioso.

—Pues tampoco hay mucho que contar —dijo—. Hace una semana aquí todo era normal. Los hombres plantaban el grano y llevaban a pastar a los animalejos mientras las mujeres lavaban la ropa y cuidaban de sus hijos. Y de la noche a la mañana, todos los críos desaparecidos.

—¿Hace una semana exacta de eso?

—Sí. Siete días con sus siete noches.

—¿Siete días y siete noches? —dijo Kiran, alzando ligeramente la voz— y aún esperabais para ir a buscarlos a qué, ¿a un milagro? ¿A que ellos mismos encontraran el camino de regreso?

—¡La ciénaga...! Joder, Cuervo, ¡la ciénaga es peligrosa! No podíamos meternos en ella sin más, menos aún ahora que las afueras están tan atestadas de monstruos, ¡nos matarían!

—Así que es eso —esta vez Kiran sonrió de verdad, aunque nada le había parecido gracioso—. Simplemente eres un cobarde, al fin y al cabo.

—¡No soy un cobarde! ¡He peleado en más guerras de las que...!

—Es usted un cobarde, señor Dodrain. Aquella mujer que pretendía coger una orca e ir a buscar a su hija, aquella era una persona valiente.

El alcalde no dijo nada.

—No se frustre —siguió Kiran—, todo el mundo tiene sus miedos. Pero no se crea omnisciente solo por ser el alcalde. La próxima vez escuche, señor Dodrain, escuche a la voz del pueblo. Una semana puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora hablaremos de mis honorarios. Por jugarme la vida por lo que sea que le asusta tanto de esa ciénaga, y rescatar a los dioses sepan cuantos niños, mi precio serán doscientos estios de oro.

—Cuervo, este es un pueblo humilde... ¿Ciento cincuenta?

—No, alcalde. Usted debería conocer sus virtudes tanto como sus defectos. Un cobarde rico podrá pagar doscientos estios.