III
La casa
estaba vacía, silenciosa. Así eran los hogares de las mujeres que
vivían solas, sin marido ni hijos. Lugares tristes, oscuros e
inmutables, donde la tristeza y la nostalgia de momentos mejores se
respiraban en cada rincón, en cada alfombra, en cada tapiz.
Pero no
debería de ser así en este lugar.
Kiran
tomaba la sopa despacio, con sonoros sorbidos. El ambiente no era el
que él había esperado; de saber que se iba a encontrar con un lugar
como ese hubiera hablado lo que fuera necesario con Balautena en las
calles del pueblo. A él no le gustaba esto, le ponía nervioso, no
sabía que hacer en este tipo de situaciones.
En las
paredes habían colgadas cabezas de animales disecadas. Un oso, un
alce, un lobo y un dientes de sable del norte con un pelaje blanco
como la nieve. El antiguo marido de Balautena debía de haber sido
dado a la taxidermia. A Kiran le parecía que hasta las caras de los
animales muertos estaban tristes.
—¿Quieres
repetir? —le preguntó Balautena.
—No.
—Kiran apiló su plato sobre el de la mujer, sacó una pipa de su
bolsillo y la encendió. El humo que desprendía olía a menta y a
hierba húmeda—. Gracias por la comida y el hospedaje para la
noche, por cierto. Pero creo que me habías pedido venir aquí por
una razón relacionada con ciertos niños desaparecidos.
—Los
niños; ah Cuervo, los niños. Alguien que nunca haya tenido uno
jamás podrá saber ni por asomo lo que se siente al despertarse y
descubrir que te han arrebatado a tu hijo de las manos. ¿Alguna vez
has sido padre, Cuervo?
—No
que yo sepa. —Kiran exhaló humo—. Aunque después de tantos
años, ¿quién podría estar seguro?
Balautena
se encogió de hombros.
—Las
mujeres acabamos dándonos cuenta tarde o temprano —dijo—. En una
ocasión conocí a una mujer que no se enteró de su embarazo hasta
el día en que dio a luz. ¿Cómo puede ser eso posible, Cuervo?
¿Magia?
—He
conocido a hechiceros capaces de hacer desaparecer un feto de más de
cuatro meses, a otros capaces de cambiar el sexo del niño antes de
nacer, y a otros, especialmente listos, capaces de hacer quedarse
embarazada a una mujer por un método en el que dudo que la magia
intervenga en absoluto. Pero nunca he sabido de ningún tipo de
hechizo capaz de crear la vida. A veces la explicación más sencilla
es la correcta.
—¿Y
cuál es esa explicación tan sencilla?
—Pues
—Kiran expulsó el humo de la pipa por la nariz— que muchas
veces, a las chicas gordas les cuesta notar la diferencia entre estar
y no estar embarazadas. Hay embarazos en los que las náuseas son
mínimas, y en casos como el que explico, la barriga no crece mucho
más de lo normal, menos aún si el niño resulta ser de baja
estatura. ¿Me equivoco? ¿O acaso esa chica no sufría de sobrepeso?
—Pues
estás en lo correcto. Era la hija de un burgués bastante suelto de
dinero y siempre le recomendé que comiera menos y caminara más, o
nunca encontraría marido. —Balautena rió—. Pero al final me
equivoqué; encontró marido, y además no le costó demasiado.
Kiran
no respondió.
—Pero
bueno —siguió la mujer—, no me iré más por las ramas. Supongo
que ya habrás hablado con el alcalde, y que te habrá pedido que
busques a los niños por toda la ciénaga. No hace falta que me
respondas, sé que lo ha hecho. Pero lo que el alcalde quiere no es
más que retrasarte. Retrasarte a ti, y retrasar el día en que todos
volvamos a ver a nuestros hijos, si es que ese día existe.
Kiran
se chupó dos dedos y apagó la pipa con ellos. Volcó la ceniza
junto con algunas hojitas chamuscadas en la mesa.
—¿Me
estás diciendo que el alcalde me ha mentido? —preguntó.
—No
te ha mentido —respondió Balautena—, pero tampoco te ha dicho
toda la verdad.
—Las
verdades a medias no se diferencian mucho de las mentiras, doña
Balautena.
—Y en
este caso menos todavía. Abre bien los oídos, Cuervo, y escucha;
porque la voz del pueblo por fin va a hablar, y va a contarlo todo de
una vez. Aún queda mucho tiempo hasta que amanezca, y pienso
aprovecharlo al máximo —se inclinó sobre la mesa—. El alcalde
nos advirtió de que no debíamos decírselo a nadie. De que si lo
hacíamos, puede que jamás volviéramos a ver a nuestros hijos.
—Balautena frunció el ceño—. Pero cada vez estoy más segura de
que si no hago nada, de que si nadie hace nada, jamás volveré a ver
a mi hija. Además, ya ha pasado una semana. Quien sabe si todavía
quedan niños a los que encontrar.
El
Cuervo no dijo nada.
—Todo
comenzó hace no mucho —siguió—. Harán dos semanas o así. La
ciénaga estaba infestada de monstruos como nunca antes lo había
estado. No solo abejones, había de todo: susurradores, ninfas del
pantano, insectos comehombres, lodamentos, chasqueadores... De todo
lo horrible que te puedas imaginar que haya en una ciénaga, lo había
aquí y multiplicado por diez. Murió alguna gente, y el resto
estábamos asustados. Ni te imaginas el miedo que se siente cuando en
mitad de la noche, empiezas a escuchar a los susurradores por todas
partes alrededor de tu casa; o cuando oyes ese ruido infernal que
hacen los chasqueadores. Los monstruos nunca se habían atrevido a
entrar en el pueblo... pero no sabíamos qué día o qué noche eso
dejaría de ser así.
»La
gente estaba realmente asustada, Cuervo. No sabíamos ya que hacer.
Incluso pensamos en mudar todo el pueblo, en irnos todos de aquí, a
kilómetros de distancia de cualquier tipo cenagal e instalarnos allí
de nuevo. Pero esto es Lodendar. Nuestros abuelos, nuestros
bisabuelos vivieron aquí; habría sido una tremenda desgracia tener
que marcharse. Y entonces, como caído del cielo, nos llega un
hechicero. O eso decía él, ya que por las pintas que tenía casi le
pegamos una paliza y lo echamos del pueblo metido en una bolsa, que
es lo que solemos hacer con los mercaderes de judías mágicas, los
vendedores de biblias y demás pintamonas.
—Y
bien merecido que lo tienen.
—Sin
duda —continuó Balautena—. Pero resultó que no; que este sí
que era un mago de verdad. El alcalde lo contrató y le prometió
que, aunque este era un pueblo humilde, le daría todo lo que pudiera
darle si conseguía deshacerse de los monstruos. El hechicero sonrió
con esos dientes podridos que tenía, y aceptó. Se pasó toda la
noche tocando una canción infernal con una flautilla. Creíamos que
el mago ese se estaba riendo de nosotros, pero a la mañana
siguiente, ya no había monstruos en la ciénaga. Ni uno solo.
—Eso
sí que me lo contó el alcalde —dijo Kiran.
—Pero
seguro que se saltó las partes que le pareció convenientes. Aún
así, si no te mandó fuera del pueblo nada más llegar y decidió
contarte algo sobre el tema, por poco que fuera, es porque pensará
usarte como última opción contra el hechicero, si no encontrara
otra solución por su cuenta.
—Creo
que ya sé por donde van los tiros con lo del mago. —Kiran se frotó
el dedo índice con el pulgar—. ¿El alcalde se negó a pagar?
Balautena
suspiró.
—No
sé cuál sería la suma que el hechicero le pidió —dijo—, pero
el alcalde aseguró que jamás en toda su vida podría pagarla. Es
todo culpa suya, es un estúpido. Cuando haces un trato con alguien
tan poderoso como un hechicero tienes que estar seguro de que podrás
cumplir tu parte.
—¿Entonces
—dijo Kiran— como no pagasteis, el mago se llevó a vuestros
hijos?
—Tal
que así. Nos dejó una nota; ponía: «Cuando estéis dispuestos a
pagar, seguid el pan». Supongo que ya habrás visto el rastro de
migas de pan que recorre el pueblo.
—Sí,
aunque preferí no ir adonde quiera que llevase. Últimamente a
muchos idiotas les ha dado por guiar a la gente a emboscadas mediante
rastros de pan. ¿Por qué no quería el alcalde que encontrara al
hechicero?
—Porque
tiene miedo, Cuervo —respondió Balautena—. Dice que si vamos
allí sin el pago, matará a los niños. Quiere ganar tiempo. ¿Pero
para qué quiere tiempo, si no va a hacer nada? Y ahora nos llega por
gracia de los dioses un cazador de magos. Sea como sea, eres nuestra
ocasión para recuperar a nuestros hijos. La única.
—¿Y
los niños siguen vivos? —preguntó Kiran.
Balautena
se encogió de hombros.
—Todos
queremos creer que sí —dijo.
—Suficiente.
—Kiran se incorporó de un salto.
—¿Adónde
vas, Cuervo?
—No
voy a esperar al amanecer, doña Balautena. He decidido que si esos
niños han podido aguantar una semana sin sus familias, yo también
podré aguantar a un puñado de cocodrilos en la oscuridad.
Kiran
caminó hacia un extremo de la sala. Las bisagras de la puerta
chirriaron al abrirse.
—Cuervo,
una cosa más —le dijo Balautena—. Te pido por favor que no seas
duro con el alcalde, aunque yo misma lo haya sido. Es un cobarde, sí,
es un estúpido también; pero es buena persona y quiere a su hija
como nadie más lo hace en el mundo.
—¿Y
por qué debería nadie querer a una niña más que su propio padre?
—preguntó el Cuervo.
—Porque
su hija es también la mía —respondió la mujer.