jueves, 23 de agosto de 2012

El Vuelo del Fuego. 2


2
Tratando con el diablo

...y la Dama Oscura dijo «¡Yuyoku, ven a mí!», y el dragón plumífero apareció de la nada. Los tres reyes del norte, el este y el oeste temblaban, conscientes de lo que significaba aquello. «Aquí comienza El Vuelo del Fuego», anunció la Dama, subida sobre los lomos de la bestia.

Breve historia de la gran guerra. Autor anónimo.

La luz seguía inundando la posada, aunque esta había dejado de entrar por los cristales del este, para empezar a filtrarse tímidamente por los del oeste.
Grandir ya casi había olvidado cuanto tiempo hacía desde que compró el terreno e inauguró La Uva Roja. ¿Podrían ser veinte años? ¿Veintitrés quizás? Quién sabe, el caso es que su barba aún conservaba su color natural por aquel entonces. Y su pelo abundaba en mucha más cantidad.

Hoy la posada había estado muy tranquila. Silenciosa incluso. Algunos tipos con pinta extraña, un puñado de prostitutas anormálmente amables y probablemente drogadas, un par de forasteros...
No había hecho falta trabajar demasiado, pero también había sido un día muy aburrido.

El bardo y el tipo de los ojos rojos se levantaron de su mesa y se fueron. Grandir se fijó en que el bardo se despidió de él con la mano antes de salir, el otro parece que no se molestó en ser simpático. Hum... ese tipo de los ojos rojos... qué había dicho que era, ¿un Cuervo? ¿Y qué es un cuervo sino un pájaro de plumas negras? Bueno, a quien le importa lo que quisiera decir. Grandir no se preocupaba de lo que hicieran sus clientes, quienes fueran, a qué se dedicaran o si estaban o no perseguidos por la ley. «Lo importante es que paguen. Esa es la ley suprema» pensaba a menudo.

El problema es que algunos se creían con autoridad para quebrantar la «ley suprema». En ese caso, el castigo debía de ser también supremo. El mes anterior por ejemplo, un tipo con pintas de vagabundo y una alargada cara de rata, tras terminarse su comida, se le acercó y con toda la desvergüenza del mundo, le dijo: «he terminado de comer, estaba todo muy rico y estoy muy contento de haber elegido esta posada. Pero no te pienso pagar». A lo que Grandir le respondió rompiéndole una jarra de cristal en la cabeza. Pero las jarras eran muy caras y no merecían ser desperdiciadas en esos menesteres, así que desde ese día, el posadero guardaba bajo el mostrador una cosa a la que le gustaba llamar «El Castigo Supremo», que no era otra cosa que un palo de madera de arce casi tan grande como medio mostrador.

Se dirigió hacia el ala este, a la zona de las mesas para recoger lo que los dos tipos que acababan de salir habían ensuciado. Siempre tenía que encargarse él de todo: servir a los clientes, hacer los pedidos de cerveza y aguamiel, limpiar la posada, hacer y servir las comidas... En días como hoy no había problema alguno, pero otros el posadero llegaba a terminar reventado. Ya empezaba a notar la edad sobre sus hombros.

«Quizás debería contratar a un ayudante», pensó, mientras sacudía con la mano las migas del mantelito rojo y recogía un par de platos apilados. Constantemente pensaba en ello, como también, constantemente, pensaba otras cosas después como «me haría ganar menos dinero» o «no me fiaría lo suficiente de nadie como para dejar parte de mi negocio en sus manos». Al final siempre llegaba a la conclusión de que lo más conveniente era quedarse como estaba.

El sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte hasta llegar a no ser apenas un fragmento de su totalidad. La luz empezó a amenazar con abandonar La Uva Roja. Grandir bajó las lámparas del techo y empezó a encender una por una las velas. Con tranquilidad. Sin prisa alguna.
Se dio cuenta de que la sala había quedado completamente vacía; a excepción un par de tipos de aspecto extraño que llevaban sentados en la misma mesa desde primera hora de la tarde.
Al principio habían hablado en voz baja, reído a carcajadas y bebido una gran cantidad de alcohol. Pero conforme la luz fue abandonando el lugar, parecía que ellos también habían abandonado el entusiasmo y la paciencia. No era la primera vez que Grandir lo veía. Gente que escogía su posada como punto de encuentro para hacer algún tipo de trato; la mayoría de las veces de dudosa legalidad. Bueno, siempre y cuando cumpliesen la ley suprema, no era asunto suyo lo que quisieran hacer o a quien estuvieran esperando.

Tiró de las cadenas de la pared para subir la última lámpara. Había una para cada zona de la posada, haciendo tres en total. Las velas iluminaban al completo la estancia, mientras que la oscuridad ya era absoluta en el exterior.

La puerta de la posada se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire. El fuego de las velas danzó violentamente y un par de ellas se apagaron, oscureciendo la zona de las mesas por encima del resto de la sala.
Como arrastrada por el viento, una persona entró, pasó junto al mostrador, y se sentó en la mesa junto a los dos hombres que llevaban esperando desde el mediodía.
Vestía una túnica de tela negra como la noche, las manos enguantadas hasta debajo de las enormes mangas y unas botas, también negras, que se escondían bajo la ropa casi por completo.
No llevaba ningún tipo de adorno, ni las telas poseían forma decorativa alguna. Escondía su cara bajo una ancha capucha oscura.

Caballeros, ¿tenéis lo que me pertenece? —preguntó. La voz pertenecía sin duda alguna a una mujer.

Así es —respondió Bylos el ladrón, el más alto de los dos hombres y quien parecía ser el líder—. Pero no me gusta tratar con desconocidos, se vuelve difícil el perseguirlos si intentan engañarte. De hecho ni siquiera me habían contado que fueras una mujer. Muéstrame tu cara.

Me temo que eso no será posible —respondió. A Bylos le resultó extraña su voz. No pretendía ser dulce ni sensual, ni tampoco escondía vergüenza, temor ni respeto; al contrario. Su voz resultaba segura, decidida, y era la que imponía respeto para sí misma. Una voz muy extraña para una mujer—. Si te sirve de algo, no intentaré engañarte. Y si lo hiciera, tampoco podrías perseguirme.

Bylos y su compañero, Sev, soltaron una carcajada. La encapuchada no rió.

Ya veo que no eres como las mujeres normales. Se nota sin necesidad de verte la cara —el ladrón volvió a reír, y la mujer volvió a mantenerse serena—. Bien, pues al menos dame un nombre. El que sea. Solo quiero saber como dirigirme a ti.

Puedes llamarme Essandra, si te place —respondió, encogiéndose de hombros—. Ahora, si ya dais por terminadas las presentaciones, entregádmelo.

Alto, alto —Bylos esbozó una sonrisilla torcida, mientras hacía un gesto de calma con las manos—. Antes hay algo que también nos pertenece a nosotros. Mil estios, lady encapuchada.

Sev, el más enano, coreó otra sonrisa junto con la de su compañero, aunque siguió callado. A Bylos siempre se le había dado mejor el tratar con la gente. Pero a la hora de los hurtos, era Sev quien se encargaba de todo, ya que, según había dicho en una ocasión, Bylos era tan bestia que sería capaz de derrumbar el edificio donde estaba robando. Sin embargo, a él se le daba genial el arte del hurto, había nacido para ello. ¿Pero de qué le servía si carecía de contactos para encontrar trabajos y de mano negociadora para sacar los mejores precios? Los dos ladrones hacían una pareja perfecta juntos. Sev metía la mano en los bolsillos de la víctima, y Bylos en los del comprador.

No juegues conmigo, ladrón —le asaltó Essandra, con su voz imponente y tranquila. Su cara era una sombra bajo la más densa oscuridad—. Desde el primer momento, el trato acordado eran quinientos estios.

Te equivocas, mujer. Ese era tu trato, el trato inicial. Pero los tratos no son como la piedra caliza, no. Los tratos son como el agua, que el viento deforma y traslada a placer. Y ahora, a mí me placen quinientos estios más, si es que quieres ese collar.

El ladrón jefe pudo escuchar un resoplido bajo la capucha oscura. La mujer metió la mano dentro de una de sus anchas mangas. «He ganado», pensó el ladrón y también estafador. Ahora la mujer sacaría de su manga una bolsa llena de estios, llena de mil de ellos, y él volvería a ganar una cantidad indecente de oro gracias a su brillante talento y su mente veloz.
Pero se equivocaba. Ninguna bolsa salió de ahí. Essandra simplemente se remangó.

Has debido de creer que ya que tienes lo que me pertenece, podías estafarme. Que al fin y al cabo, solo soy una mujer —rió ligeramente. Su voz imponente había adoptado un tono aún más grave y penetrante—. Sin embargo, voy a enseñarte cuánto te has equivocado.

Sev soltó una carcajada. Su compañero no lo siguió esta vez.

¿Qué vas a hacer? ¿Vas a pegarnos, mujer? ¿No deberías tener miedo de romperte una uña o algo así? —El más bajito de los dos ladrones había decidido romper su silencio entre risitas y carcajadas. Esta vez era el alto quien había decidido callar.

Bylos se encontraba extrañamente tenso, mientras observaba como la encapuchada mostraba un brazo completamente cubierto por un fino guante de seda negro. Por alguna razón, hasta ahora no se había fijado en los ojos de la mujer. Y ahora, de repente, ahí estaban, flotando sobre esa cara sin rostro. Resultaba extraño, toda su cara le resultaba imposible de ver, hasta la última de sus facciones. Pero los ojos estaban ahí, se veían con plena claridad, incluso resaltaban. El ladrón nunca había visto unos ojos así. Jamás en toda su vida. Eran de un extraño color lila oscuro, y emitían un brillo antinatural. Debían de ser preciosos, pero por algún motivo, en ese momento no se lo resultaban.
El mirarlos le causaba una extraña sensación. Una sensación que no podía explicar y que hacía que se le erizara el bello. Bylos se dio cuenta de que estaba sudando. Y después, de que las piernas le temblaban.

Está en la capilla de la diosa Anais, en Antivas. —dijo, limpiándose el sudor frío de la frente con disimulo. Su compañero le lanzó una mirada, una mirada que hacía una pregunta. Pero no obtuvo respuesta—. Sev quería robar el collar de todas formas, pero yo no pienso cargar con una ofrenda a los dioses robada. Estoy seguro de que no tendrás problema alguno en cogerlo tú misma.

Bylos no podía ver la cara de la encapuchada, pero estaba seguro de que en este momento, en alguna parte de su rostro, se había formado una sonrisa.

Esa ha sido una respuesta inteligente —señaló Essandra. Se levantó de la mesa y volvió a colocarse la manga en su sitio con una sacudida. De algún lugar tras su capucha, sacó una pequeña bolsita que lanzó un sonido metálico al chocar contra la mesa—. No os pienso dar quinientos estios, ya que el trato era que me dieseis el collar en mano. Así que ahora los vientos me placen con que os dé cincuenta. Podéis sentiros unos hombres afortunados.

Essandra se dirigió hacia la puerta, pasando frente a la barra. El posadero disimulaba torpemente no haber estado escuchando su conversación con los dos ladrones.

Eh, ojos lilas —le interrumpió Bylos desde su mesa, alzando un poco la voz—. ¿Para qué tomarse tantas molestias en esa baratija? Ni siquiera vale estos cincuenta estios. No es más que un collar sucio alrededor del cuello de la diosa.

La encapuchada siguió su camino, arrastrando por el suelo la parte trasera de la túnica y sin siquiera girar la cabeza.

Mis razones no son de tu incumbencia, ladrón.

Y salió de la posada, con el aire nocturno meciéndole la ropa y sumergiéndose en la noche.

martes, 21 de agosto de 2012

Revisión capítulo 1.

El capítulo 1 de El Vuelo del Fuego ha sido revisado. Los cambios han sido:

-Algunas líneas del prólogo cambiadas.
-La forma en la que se conocen los dos personajes.
-La presentación de la taberna donde discuten los personajes y su descripción han sido mejorados.
-Cambiadas varias lineas de la conversación en la taberna, resultando menos liosa y dando Neil otro punto de vista en algunas lineas.
-Algunos cambios menores en otras lineas y arregladas varias faltas ortográficas.

Perdonad las molestias e intentaré no tener que modificar tanto en el próximo capítulo (que se encuentra en proceso de revisión).

viernes, 3 de agosto de 2012

El Vuelo del Fuego. 1

Y el otoño llegó...
...para nunca más marcharse.




1
Bienvenido, Kiran de Elias

Se acerca la oscuridad, la llama se alza. La época del fuego y la espada, el tiempo del cielo y la tierra, el día de los demonios alados.
El sol se apagará, el cielo oscurecerá; los reyes abandonarán sus tronos, consumidos por el miedo y el odio. Y al final, el caos será quien lleve la corona sobre su cabeza.

«Preludio de oscuridad», autor anónimo.


Las risas, los gritos, el tintineo de las copas, las apuestas sin sentido. En otro momento el tipo sentado junto a la barra habría amado las tentaciones de la posada; pero llevaba más de tres días hospedado allí y aún no había encontrado trabajo alguno.
Se trataba de un hombre corpulento, de cabellos negros y aspecto no muy mayor. Vestía un jubón de tela rojo con una camisa blanca debajo. En su cara asomaba una barba de varios días.

Se incorporó y salió al exterior. La luz del sol le deslumbró por unos instantes.


Inda no era un pueblo muy grande; su gente sobrevivía de lo poco que podía ganar con las cabras, las vacas y las gallinas. Las largas callejuelas curvadas estaban abarrotadas de gente: mujeres comprando verdura, guardias armados patrullando, mensajeros correteando con cartas recién traídas por las palomas... El pueblo se veía plenamente vivo a aquellas horas de la tarde.
Hacía mucho calor, de ese húmedo y asqueroso que te pega la ropa en la piel. El verano había quedado ya muy atrás, tan atrás como cuando llegó el otoño. Pero ese día era caluroso, demasiado para esa estación.

El hombre moreno observaba a su alrededor, con esos horripilantes ojos de iris rojizo.
A un lado de la calle, un tipo discutía con una mujer. Intentaba excusarse tímidamente, mientras la chica rubia gritaba y le arrojaba prendas desde la puerta.
El joven tenía el cabello castaño y rizado y vestía una casaca de terciopelo negro sin mangas; debajo, llevaba una camisa de lino clara. Sobre la cabeza se vislumbraba una boina oscura colocada de lado; además, en la zona pectoral, atravesada entre la casaca, tenía introducida una pluma de charrán blanco.

¡Cerdo! ¡Hijo de puta! —gritaba la mujer, mientras le arrojaba unos pantalones azules—. Con lo que yo te amo, ¿cómo has podido? —se alejó y recogió unas sandalias marrones que a poco no acaban estampadas en la cara del suplicante hombre.

Vamos, Jiluna —siseó, mientras esquivaba las prendas con habilidad—, no sé por qué te pones así. Te dije que te quiero, sí, pero nunca dije que no quisiera a nadie más.

Y encima en nuestra propia casa —entró en el piso y regresó con un instrumento de madera con cuerdas—, si es que además de libertino eres un idiota. ¡Un idiota es lo que eres, Neil!

¡No, espera, el laúd no! —suplicó el chico—. ¡Por favor, el laúd no!

La joven de cabellos dorados hizo oídos sordos a los gritos de súplica y el instrumento explotó contra el suelo en mil pedazos, bajo los agudos alaridos de las cuerdas al rasgarse. Después, entró en la casa y cerró la puerta tras de sí.

El chico dio media vuelta, cuando un grandullón rubio y fornido se le acercó.

¿Oye, por qué estabas discutiendo con esa chica?

¿Y a ti qué te importa? —le espetó Neil—. ¿Quién te crees que eres para meterte en conversaciones ajenas?

Su prometido —respondió el grandullón.

Oh, sí, ya lo creo. Su prometido —rió el tipo de la pluma, incrédulo de las palabras del fortachón—. Pues debes de saber que he puesto a tu novia a cuatro patas. Oh sí, ya lo creo: en la cama, sobre la mesa, en la cubeta de aseo; hasta en el tejado.

El otro hombre, que visto desde cerca parecía un armario, se puso rojo como un tomate y su cara se tornó rabiosa. Agarró a Neil de su casaca, y lo levantó del suelo con un solo brazo.

¡Enano hijo de perra! —le gritó. El otro joven se dio cuenta de que había cometido un error; aquella mole probablemente sí fuera el novio de Jiluna. Estaba apunto de recibir el primer golpe, y estaba preparado para ello; pero algo hizo que el gigante detuviera su puño.

Vamos, ya basta de peleas —dijo el tipo de los ojos rojos mientras se aproximaba, quien había estado viendo todo el espectáculo—. Gradullón, el tipo de la pluma está en lo correcto. Tú novia es una libertina, el un idiota y tú un cornudo. Nada de eso va a cambiar porque os peleéis.

¿Qué pasa? ¿Eres amigo suyo? —le preguntó el armario, haciendo descender al tipo llamado Neil—. Entonces dejaré al pajarito y te zurraré a ti, si es ese tu deseo.

El ojos de sangre rió.

Agradece que no lleve mi espada.

¿Qué pasa? —rió la mole—. ¿Es que no puedes pelear sin una espada?

No —le respondió—. Quiero decir que des gracias de no llevar ningún arma conmigo.

Todo sucedió rápidamente. Apenas en el tiempo que Neil tardó en ponerse en pie. El gigante trató de golpear al ojos rojos, pero este esquivó con facilidad todos los golpes; después le retorció el brazo y le hizo caer sobre sus rodillas. Después, de una patada en la frente, lo arrojó contra los adoquines.
El enorme fortachón, que hasta hace unos segundos había impuesto respeto y miedo, yacía en el suelo, con la espalda apoyada sobre la pared y el brazo retorcido. Pero aún conservaba arrogancia en la mirada.

¡Bu! —dijo el ojos de sangre, y la petulancia desapareció de su mirada, para tornarse en miedo y forzarle a salir corriendo todo lo deprisa que sus piernas le permitían.

Neil se sacudió las ropas antes de apresurarse hacia su misterioso salvador. Durante el forcejeo había caído sobre un charco y el negro de la casaca se había enclarecido cerca del costado.

Gracias por ayudarme, amigo —dijo, con una sonrisa en la cara—. Soy Neil de Ordana ¿Puedo saber tu nombre?

Yo soy Kiran de Elias —anunció el ojos rojos—. Deberías tener cuidado con tu lengua, si no quieres que algún día te la acaben arrancando.

Neil rió.

Tranquilo, Kiran de Elias. Incluso si no me hubieras ayudado, habría acabado con esa mole por mi propia cuenta.

¿Ah sí? —le respondió Kiran, con una sonrisilla en la boca—. No me lo pareció cuando te vi levantado medio metro del suelo.

No importa. El asunto es que me has ayudado, y te estoy agradecido. ¿Eres de por aquí, amigo de Elias?

No —le replicó. Su voz era ligeramente rasgada y muy grave. Imponía respeto al ser escuchada—. Llevo unos días aquí, aunque no tengo intención alguna de quedarme por mucho más tiempo. Este es tan solo otro pueblo más sin ningún trabajo interesante que ofrecerme.

Bueno —Neil se encogió de hombros—, no sé que clase de trabajo <<interesante>> es el que tú buscas, pero te puedo asegurar que este sitio es uno de los lugares menos interesantes del reino. Yo también llevo poco tiempo aquí, apenas unas semanas.

¿Y piensas quedarte? ¿O tienes tú también una razón para marcharte?

El joven de la pluma en el pecho rió.

Si no la tenía, acabo de encontrarla —dijo, señalando la mancha de sangre que el grandullón había dejado sobre los adoquines—. Ven, Kiran; déjame que te invite a comer para agradecerte tu ayuda.





La luz del sol se tornaba rojiza al entrar por las ventanas tintadas de la pared. La posada estaba bastante tranquila en aquel momento, la poca gente que había sentada en las mesas comía, bebía, y hablaba de sus asuntos con discreción. El piso se distribuía en tres zonas fácilmente diferenciables.
En la zona central se encontraba la barra, tras la cual el posadero limpiaba unas húmedas jarras de cristal con un trapo.
En la sección oeste, elevado algunos centímetros por encima de la zona de la barra, se alzaba el escenario; pensado para que algún bardo o grupo musical tocara sobre él y para la realización de algunos espectáculos sencillos. En este momento se encontraba vacío.
Por último estaba la zona este, en la cual se distribuían espaciosamente una gran cantidad de sillas y mesas cuadradas. En una de ellas, junto a una de las ventanas de la pared, era donde se encontraban sentados Kiran y Neil.

No encuentro diferencia alguna entre esta posada y en la que yo me hospedo -dijo Kiran, encogiéndose de hombros.

Debes de apreciar lo bueno, Kiran —solicitó Neil—. Esto es La Uva Roja, toda una posada para caballeros. Nada tiene que ver con esos otros antros del pueblo, en los que solo hay borrachos, ladrones y vagabundos.

De hecho, aquí solo veo borrachos, ladrones y putas —dijo, señalando a las mesas de su alrededor con la mano.

Neil sonrió mientras arrancaba un grasiento muslo de pollo de su plato.

Y agradezco con júbilo la compañía de las putas, cosa que no puedo decir de los vagabundos, que tienen la mala costumbre de pedir dinero de forma altruista. Al menos las putas saben ganarse su sueldo.

La conversación se fue tornando hacia los típicos asuntos triviales de los que tratan las conversaciones de mesa. A pesar de ello, Kiran estaba contento de tener alguien con quien poder hablar; además de la comida, por supuesto, ya que desde que se encontró con Neil, había tenido que recorrer más de medio pueblo hasta llegar a La Uva Roja. Este pueblo no era común, no era como ningún lugar en el que hubiera estado antes. Las casas estaban tan cerca las unas de las otras que las calles resultaban ser claustrofóbicamente estrechas; tanto que dos hombres de gran altura extendiendo los brazos habrían sido capaces de cortar el paso de una de ellas. Ni siquiera había una plaza grande y espaciosa con niños jugueteando alrededor de una fuente. Todo era demasiado comprimido y agobiante. A pesar de ello, no carecía de utilidad. Probablemente en la época en la que el pueblo fue construido, aquella debía de ser una zona de conflicto, en alguna de las guerras antiguas. Las altas murallas y las calles angostas serían una gran ventaja de terreno para cualquier atacante desconocedor de como moverse por el pueblo.

Los dos conversantes terminaron sus respectivas comidas, y sin previo aviso, la discusión se fue tornando menos trivial. En cierta ocasión, Kiran había escuchado que las conversaciones son como una enfermedad que degenera en otra distinta y más enrevesada. El tiempo no había hecho más que demostrarle lo cierta que era esa afirmación.

Y, por cierto —Neil rebañó la salsa en su plato con un trozo de pan—, ¿te has enterado de lo de la rebelión de los Soles Blancos?

Kiran, en efecto, se había enterado de ello; como todo aquel que viviera en cualquiera de los cinco reinos del continente y tuviera orejas para escuchar.

Hacía ya más de un año desde que Earnis, señor del continente de Lanaeda, a sus más de noventa años, muriera. Para sorpresa de todos, en lugar de relevar el reinado de las tierras centrales y de los cinco reinos a su hijo Iobry, rey de Mytavar y señor de los reinos del oeste, lo dejó en manos de Faendar, su propio hermano y tío de Iobry.
Al principio, Iobry incluso felicitó a Faendar entre apretones de manos, abrazos, sonrisas y falsas cortesías. Pero poco tiempo después, tras su regreso a Mytavar, procuró de empezar una rebelión, con ayuda de algunos fieles seguidores que apoyaban la sucesión de sangre.

Después, posicionándose en contra de las más controvertidas decisiones de su tío, también consiguió aliados entre los campesinos. Se posicionó en contra de la decisión de cesar el comercio con las islas exteriores y contra el posterior aumento de los impuestos a causa de ello; también contra la fundación del tribunal excepcional, o, dicho de otro modo, de la obligación a que todos los habitantes de los cinco reinos adoraran a los cinco reyes de las tierras centrales bajo pena de muerte, aun cuando muchos de esos reinos ya tenían sus propios dioses a los que adorar; también se puso en contra del cambio del antiguo escudo de la capital. El sol blanco de Antivas fue sustituido por un sol dorado, en honor al cambio de la sucesión directa de sangre por la sucesión política. Al deshacerse de la bandera que desde los tiempos de los antiguos había ondeado sobre la capital, el nuevo rey se había ganado muchos enemigos. Y lo que es peor, Faendar había cometido un grave error de cara a los rebeldes; les había dado un símbolo que defender.

Sí —respondió Kiran—, he oído que está gestándose una guerra civil.

¿Gestándose? —rió Neil—. La guerra civil ya está cocinada y más que podrida. La semana pasada, unos Soles blancos quemaron la casa del consejero del rey. Ese tipo tiene mujer y una hija viviendo con él, Kiran, podían haber muerto. Esto pinta muy mal, desde la rebelión de Janappas contra el rey de reyes hemos disfrutado de más de trece años de paz. Hace ya mucho tiempo de eso, y se suele decir que cuanto más larga es la paz, más larga es después la guerra. Se avecinan tiempos malos, Kiran; se avecina la edad de la espada y la sangre, la época de la ventisca de acero.

Faendar tampoco es precisamente inocente. Para empezar, la imposición de una religión bajo pena de muerte es un llamamiento abierto a la rebelión —Kiran rió—. Y se atreven a decir que es para no provocar la ira de los dioses. Alguien que se hace llamar a sí mismo rey no permitiría que su gente sufriera de esta forma y entregaría la corona a Iobry, que, al fin y al cabo, era a quien se esperaba como rey desde un primer momento.

Sí, creo que comparto lo que quieres decir. Mucha gente ha sido encarcelada por adorar a sus propios dioses. En parte creo que comprendo a esos rebeldes; a veces el fuego y la sangre es la única forma de ser escuchado.

Creo que me has malinterpretado, Neil. Yo no estoy de parte de nadie, todo lo que huela remotamente a política me provoca repulsión. Los reyes tienen la mala manía de competir entre sí, y cuando lo hacen, al final, los que acaban sufriendo son los que nada querían de la guerra y los que nada acaban ganando de ella. No, para mí no hay nada de bueno ni noble en el arte de la política, ni en las coronas, ni en los reinos, ni en los juegos de la traición. Ningún rey es un rey bueno, pues hasta el momento ningún rey busca la paz.

Tú también me malinterpretas a mí, ojos rojos. Yo soy un hombre de paz, e intento hacer todo lo posible para conseguirla. Algunos intentan lograrla mediante la espada, mientras que los más atrevidos intentan atacar el problema desde la raíz, sumergiéndose en la política. Yo trato de encontrar la paz mediante las emociones de la gente, y nada llama más a la emoción que la música y las historias. Siempre y cuando estas sean las apropiadas, por supuesto.

¿Tu música y tus historias? —Kiran puso cara de extrañado, mientras apilaba sus platos en la mesa sobre los de Neil—. Ah, ahora entiendo lo del laúd. ¿Eres bardo, Neil?

Has acertado —afirmó, adoptando una cómica cara de orgullo—. Toqué en la corte del mismísimo rey de Lanaeda, Earnis, cuando aún se encontraba con vida. Y para tu información, le gustó tanto que recibí sus felicitaciones personales tras el espectáculo. Espero que Anais cuide de él en la otra vida, pues era un gran hombre —suspiró—, el me agradeció el haber tocado personalmente para él y su familia, y después me pagó lo suficiente para permitirme tomarme un tiempo de vacaciones. Kiran, te sorprendería la cantidad de nobles que esperan a que termine de tocar tan solo para encogerse de hombros y mirarte con cara de bobos cuando les dices que es hora de pagar por el espectáculo.

>>Si el rey levantara cabeza... -suspiró-, se avergonzaría de ver lo que su propia familia, lo que los de su propia sangre se están haciendo los unos a los otros por una simple corona de metal... —sacó unos estios de oro de su bolsillo y se los dio al posadero, que se había acercado a la mesa—. Yo invito, compañero.

Kiran se fijó durante un instante en unos tipos tatuados que brindaban sonoramente a un rincón de la barra, mientras la espuma de sus jarras de cerveza salpicaba el suelo. Uno de ellos, un tipo con más brazo que cabeza y una barba trenzada reía a carcajadas.

Dejemos la política por un momento —solicitó Kiran—. Estoy seguro de que un bardo como tú tendrá mejores cosas de las que hablar, como de historias inventadas y música desconcertante.

No menosprecies la música, Kiran. Una melodía adecuada es capaz de producir los sentimientos más dulces en el corazón más frío. Sueño con un mundo de paz, donde la música calme y purifique las almas de los hombres. Hasta que ese día llegue, lo único que podemos hacer es intentar encontrar la felicidad a nuestra manera -el bardo levantó las cejas y sonrió. Se había percatado de que, casi sin darse cuenta, se había puesto más serio de lo habitual-. Yo, por ejemplo, intento encontrarla mediante el libertinaje —rió—, parece ser que Jiluna no lo comprendía.

De hecho creo que lo comprendía mejor que tú —le respondió Kiran, tras lo que los dos soltaron una sonora carcajada al unísono.

El bardo se inclinó hacia adelante en su asiento, observando los ojos rojos de su compañero.

¿Y qué hay de ti, Kiran de Elias? ¿A qué te dedicas tú? Y por favor, no me digas que eres carpintero, porque sería una tremenda decepción tras lo que le hiciste a la cara del supuesto novio de Yiluna.

Soy mercenario -le respondió-. Paga lo suficiente y podré desde protegerte al ir al banco hasta pelear en la mismísima guerra del infierno.

Neil amagó una sonrisa.

No tengo ningún prejuicio hacia ninguna profesión, y si no quieres hablar de ello no importa, no te pediré que lo hagas, todo el mundo tiene sus secretos —se encogió de hombros—. Pero no intentes engañarme. Esos ojos no son los de un mercenario.

Sé a qué te refieres —le contestó Kiran—, pero estás muy equivocado. No soy quien tú crees.

¿Ah, si? —el bardo adoptó una sonrisa irónica—. ¿Entonces no son esos ojos de iris rojo los de un Cuervo? ¿Acaso no lo sabía y en las últimas décadas el color de ojos rojo se ha vuelto común en los nacimientos de niños? Que yo sepa, hasta hace poco el iris rojo era exclusivo de aquellos que han modificado sus ojos por unos más veloces, algo que solo saben hacer los Cuervos. Algo que, de hecho, deben hacer si desean realizar correctamente su labor de cazar magos protestantes.

Estás en lo correcto, bardo, y parece ser que sabes mucho sobre los Cuervos. Pero eso no quiere decir que sepas nada sobre mí. Dejé de ser uno de ellos hace años, cuando me cansé de cazar a inocentes y volé del Nido. Allá por mi juventud era inmaduro y estúpido, y realmente creía que los hechiceros eran un peligro y que debían ser recluidos en el Nido, quisieran ellos o no. Pero con el tiempo, te das cuenta de que la mayoría solo son gente que ha desarrollado poderes casi sin darse cuenta, y que lo único que desean es vivir su vida en paz y sin que nadie les moleste.

Puedes haberte alejado del camino de los Cuervos —le interfirió Neil—. Pero nunca dejarás de ser uno de ellos. Eso es algo que llevas en la sangre, en los ojos —le toqueteó la frente a Kiran—, en la mente... Recuerda, al final todas las aves regresan a su nido.
Aun con todo, eres un proscrito ¿no es así? Se supone que el trabajo de Cuervo es hasta la muerte.

Bueno —aclaró Kiran, enderezándose sobre el asiento—, el mío fue un caso un poco particular.