miércoles, 26 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - VI

VI

Los niños corrieron a los brazos de sus padres lanzando gritos, enérgicos saludos, abrazos, besos; algunos lloraban de pura alegría. Para sorpresa de los progenitores, los chicos no solo no habían sido dañados, sino que además algunos habían ganado peso y color en la piel; fruto de, para variar, una alimentación adecuada.

Sentado frente a una mesa con un candil y un puñado de papeles estaba Kiran, junto a Claudio, Balautena y Tonbery el alcalde. En una sillita se encontraba una niña de cortos cabellos pelirrojos; miraba al suelo, y no había dicho palabra alguna desde que llegaron.

—Ahora firme, don Tonbery —dijo Claudio—. Yo me he fiado de usted, ahora no me obligue a arrepentirme porque señor alcalde, si trata de volver a engañarme aquí va a pasar algo muy malo.

Kiran había escuchado al hechicero soltar multitud de amenazas desde que lo había conocido. Aunque no lo veía capaz de hacer daño a los niños, creía que, sin embargo, las amenazas hacia el alcalde sí debían de ser tomadas en serio.

—Sea razonable —pidió Balautena. Le había pedido muchas cosas desde que entraron en la cueva, pero el mago no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Llevarse a la niña no le servirá de nada, peor aún, tendrá una boca más que alimentar. Entre todos tenemos algún buen dinero ahorrado, tenemos cabras, vacas... Por favor, don Claudio. —Balautena había empezado a llamar ''don'' al hechicero recientemente.

—Doña Balautena —Claudio se levantó de la silla—. Observe mi aspecto. Cuando ve mi cara, mi ropa andrajosa, mi espesa barba... ¿Qué es lo que ve?

Balautena calló durante unos instantes.

—Un mago —dijo—, y... una buena persona, en el fondo.

El hechicero soltó una aguda carcajada.

—No conseguirá nada adulándome, señora. Tan solo que la gente de por aquí le empiece a perder el respeto, todos sabemos que puede hacer más que eso. Vamos dígame, ¿qué ve?

—Un mendigo —dijo el alcalde, aunque nadie le había preguntado.

—¡Muy bien! —exclamó Claudio con una sonrisa—. El alcalde lo ha adivinado. Eso es lo que ve la gente en mí, y lo mismo que usted, doña Balautena, vio en mi cara la primera vez que pasé por el pueblo. Pero en realidad soy mucho más que eso, soy un superviviente; y lo soy porque no hago alardes de dinero, porque no voy mostrando mis habilidades a las grandes masas. Soy un superviviente, doña Balautena, porque nadie se fija en quien basa su vida en el vagabundeo, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Porque los mendigos son invisibles para todo el mundo.

—No sé adónde quieres llegar.

—Usted, doña Balautena, ¿podría querer a alguien invisible? ¿Pasaría su vida vagabundeando, con quien sabe que nunca podrá regalarle una casa preciosa como la que usted posee, o que nunca podrá entregarle un anillo de pedida? ¿Pasaría su vida con alguien excluido por la propia sociedad?

Balautena no respondió.

—Tal como me imaginaba —siguió Claudio—. La gente como yo está destinada a vivir sola. Todos los que aquí os encontráis os sorprenderíais de la sabiduría que atesoro, porque en realidad no soy un mendigo, recordad, soy un sabio, y tales son mis conocimientos que a la propia naturaleza soy capaz de pedirle su ayuda —el mago soplo hacia su mano y en la palma se le formaron unas diminutas gotas de agua—, y ella me la concede. La magia es un pacto con la naturaleza; ella te presta su energía y a cambio toma una poca de la tuya. Si eres egoísta y tomas demasiado puedes llegar incluso a morir. ¿Alguno de vosotros sabía esto?

—Yo —anunció Kiran, apoyado en la pared.

—Y tu destino no será muy distinto del mío. —Claudio volvió a sentarse—. Lo que quiero decir, doña Balautena, es que no quiero morir solo, nadie quiere hacerlo. No busco alguien a quien llamar hijo, eso es algo imposible para la gente como yo. Quiero tener una persona a la que transmitir mi sabiduría, mis conocimientos, a la que enseñar todo lo bueno que he encontrado recorriendo el mundo y quizás, quién sabe, algún día puede que hasta ganarme su amor.

—No te quito parte de razón, brujo. —Balautena hablaba muy rápido—. Sé que es injusto que no puedas llevar una vida normal por parte de esos malditos Cuervos; no te ofendas, Kiran. —El Cuervo se encogió de hombros—. Y veo lógico lo que quieres, pero lo que vas a hacer es inmoral, egoísta y solo traerá el mal a la niña. La vas a separar de sus padres y a llevártela en contra de su voluntad, vas a destrozarle la vida a una niña de apenas diez años.

—¿Ah, sí? ¿Y dígame, doña Balautena, cómo sabe usted eso? —Claudio señaló a la niña pelirroja con la mano—. Incluso si tiene razón, ¿se ha parado acaso a preguntárselo?

El golpe fue certero. Ninguno de los dos, ni el padre ni la madre, se habían parado a preguntarle su opinión a su propia hija, que al fin y al cabo iba a ser la principal afectada en todo esto.

—Cleore —Tonbery se acercó a su hija de un salto—, tú nunca querrías algo así, ¿verdad? Separarte de tus padres... ¿para qué? ¿Para irte con este vagabundo?

La niña calló.

—Cleore, ¿tú no...?

—Sí, vamos. —El mago se levantó de la mesa—. ¿Dile, chiquilla qué es lo que quieres?

—Papá... —La niña finalmente habló—. Quiero irme con Claudio.

Durante algunos segundos nadie dijo nada.

—¡No puede ser! —gritó Tonbery, que casi tiró la silla al suelo—. ¡Imposible! ¡La ha hechizado, el brujo la ha hechizado!

Kiran negó con la cabeza.

—La niña habla por su propia voluntad, doy fe —dijo.

—¡Bah, mentiras, mentiras y engaños todo! —gritó Tonbery—. ¿Qué sabrás tú, si no eres más que un Cuervo incapaz de hacer su trabajo? Que los dioses me fulminen si no estás conchabado con este puto vagabundo.

—Contrólese, alcalde —Kiran lo sentó de nuevo en la silla con un ligero empujón—, no olvide con quién está hablando.

—Cleore. —Esta vez fue Balautena quien se acercó a la niña, la chiquilla se toqueteaba los cabellos pelirrojos con nerviosismo—. ¿Por qué quieres irte? ¿Por qué una niña querría separarse de su familia?

—Don Claudio dice que tengo talento, mamá —respondió la chica—, ¿te lo imaginas? Yo, que he nacido en un pueblo de cabreros y matacerdos, ¿una hechicera? —Los ojos de Cleore se iluminaron—. Si me voy con él llegaré lejos, podré hacer lo que pocos pueden hacer en el mundo. Si me quedo... ¿Cuál será mi destino en el mejor de los casos? ¿Ser maestra en un pueblo tan pequeño que ni siquiera da para llenar un aula? Y además, mamá, no pretendo ser cruel, porque sé que me quieres y que harías cualquier cosa por mí, pero lo que tenemos aquí dista mucho de ser una familia.

—Su hija es muy madura para su edad, doña Balautena —dijo Claudio—. Ella misma ha escuchado todo lo malo de su vida futura, pero también ha sabido apreciar lo bueno que le traerá; porque esta vida también tiene muchas cosas buenas, cosas inmejorables.

—¿Madura? —musitó el alcalde—. Y una mierda. Vamos, vete, vete con él, pero hazme caso, haz caso a tu padre, ¡las tres torres será lo único que veas cuando los Cuervos os atrapen! ¡La Torre del Hechicero, el Nido de Cuervos y la Torre de la Dama! Espero que disfrutes mucho del paisaje, ah sí, y de tu compañero de viaje.

—Claudio dice que podré venir a veros siempre que pasemos por el reino —continuó Cleore—. ¡Dice que me llevará a ver el mundo entero! ¡Desde los bosques de cristal hasta los mares celestes! Yo siempre he querido ver esas cosas, papá, pero nunca he salido de esta diminuta aldea. Hablas de que corro el peligro de que me encierren, pero de hecho, ya estoy en una prisión. Con Claudio tendré libertad al fin, me lo ha prometido. Y si al final llegase el día en que me atrapen, en mi nueva prisión podría dedicarme a enseñar mi magia a gente que necesita aprender a controlarla, a muchas más personas de las que hay en este diminuto pueblo.

—La gente promete muchas cosas —le contestó su padre—, pero rara vez las cumplen.

Claudio soltó una risa ronca.

—Bueno —dijo—, eso sí que es irónico, señor alcalde.

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