VI
Los
niños corrieron a los brazos de sus padres lanzando gritos,
enérgicos saludos, abrazos, besos; algunos lloraban de pura alegría.
Para sorpresa de los progenitores, los chicos no solo no habían sido
dañados, sino que además algunos habían ganado peso y color en la
piel; fruto de, para variar, una alimentación adecuada.
Sentado
frente a una mesa con un candil y un puñado de papeles estaba Kiran,
junto a Claudio, Balautena y Tonbery el alcalde. En una sillita se
encontraba una niña de cortos cabellos pelirrojos; miraba al suelo,
y no había dicho palabra alguna desde que llegaron.
—Ahora
firme, don Tonbery —dijo Claudio—. Yo me he fiado de usted, ahora
no me obligue a arrepentirme porque señor alcalde, si trata de
volver a engañarme aquí va a pasar algo muy malo.
Kiran
había escuchado al hechicero soltar multitud de amenazas desde que
lo había conocido. Aunque no lo veía capaz de hacer daño a los
niños, creía que, sin embargo, las amenazas hacia el alcalde sí
debían de ser tomadas en serio.
—Sea
razonable —pidió Balautena. Le había pedido muchas cosas desde
que entraron en la cueva, pero el mago no parecía dispuesto a dar su
brazo a torcer—. Llevarse a la niña no le servirá de nada, peor
aún, tendrá una boca más que alimentar. Entre todos tenemos algún
buen dinero ahorrado, tenemos cabras, vacas... Por favor, don
Claudio. —Balautena había empezado a llamar ''don'' al hechicero
recientemente.
—Doña
Balautena —Claudio se levantó de la silla—. Observe mi aspecto.
Cuando ve mi cara, mi ropa andrajosa, mi espesa barba... ¿Qué es lo
que ve?
Balautena
calló durante unos instantes.
—Un
mago —dijo—, y... una buena persona, en el fondo.
El
hechicero soltó una aguda carcajada.
—No
conseguirá nada adulándome, señora. Tan solo que la gente de por
aquí le empiece a perder el respeto, todos sabemos que puede hacer
más que eso. Vamos dígame, ¿qué ve?
—Un
mendigo —dijo el alcalde, aunque nadie le había preguntado.
—¡Muy
bien! —exclamó Claudio con una sonrisa—. El alcalde lo ha
adivinado. Eso es lo que ve la gente en mí, y lo mismo que usted,
doña Balautena, vio en mi cara la primera vez que pasé por el
pueblo. Pero en realidad soy mucho más que eso, soy un
superviviente; y lo soy porque no hago alardes de dinero, porque no
voy mostrando mis habilidades a las grandes masas. Soy un
superviviente, doña Balautena, porque nadie se fija en quien basa su
vida en el vagabundeo, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo.
Porque los mendigos son invisibles para todo el mundo.
—No
sé adónde quieres llegar.
—Usted,
doña Balautena, ¿podría querer a alguien invisible? ¿Pasaría su
vida vagabundeando, con quien sabe que nunca podrá regalarle una
casa preciosa como la que usted posee, o que nunca podrá entregarle
un anillo de pedida? ¿Pasaría su vida con alguien excluido por la
propia sociedad?
Balautena
no respondió.
—Tal
como me imaginaba —siguió Claudio—. La gente como yo está
destinada a vivir sola. Todos los que aquí os encontráis os
sorprenderíais de la sabiduría que atesoro, porque en realidad no
soy un mendigo, recordad, soy un sabio, y tales son mis conocimientos
que a la propia naturaleza soy capaz de pedirle su ayuda —el mago
soplo hacia su mano y en la palma se le formaron unas diminutas gotas
de agua—, y ella me la concede. La magia es un pacto con la
naturaleza; ella te presta su energía y a cambio toma una poca de la
tuya. Si eres egoísta y tomas demasiado puedes llegar incluso a
morir. ¿Alguno de vosotros sabía esto?
—Yo
—anunció Kiran, apoyado en la pared.
—Y tu
destino no será muy distinto del mío. —Claudio volvió a
sentarse—. Lo que quiero decir, doña Balautena, es que no quiero
morir solo, nadie quiere hacerlo. No busco alguien a quien llamar
hijo, eso es algo imposible para la gente como yo. Quiero tener una
persona a la que transmitir mi sabiduría, mis conocimientos, a la
que enseñar todo lo bueno que he encontrado recorriendo el mundo y
quizás, quién sabe, algún día puede que hasta ganarme su amor.
—No
te quito parte de razón, brujo. —Balautena hablaba muy rápido—.
Sé que es injusto que no puedas llevar una vida normal por parte de
esos malditos Cuervos; no te ofendas, Kiran. —El Cuervo se encogió
de hombros—. Y veo lógico lo que quieres, pero lo que vas a hacer
es inmoral, egoísta y solo traerá el mal a la niña. La vas a
separar de sus padres y a llevártela en contra de su voluntad, vas a
destrozarle la vida a una niña de apenas diez años.
—¿Ah,
sí? ¿Y dígame, doña Balautena, cómo sabe usted eso? —Claudio
señaló a la niña pelirroja con la mano—. Incluso si tiene razón,
¿se ha parado acaso a preguntárselo?
El
golpe fue certero. Ninguno de los dos, ni el padre ni la madre, se
habían parado a preguntarle su opinión a su propia hija, que al fin
y al cabo iba a ser la principal afectada en todo esto.
—Cleore
—Tonbery se acercó a su hija de un salto—, tú nunca querrías
algo así, ¿verdad? Separarte de tus padres... ¿para qué? ¿Para
irte con este vagabundo?
La niña
calló.
—Cleore,
¿tú no...?
—Sí,
vamos. —El mago se levantó de la mesa—. ¿Dile, chiquilla qué
es lo que quieres?
—Papá...
—La niña finalmente habló—. Quiero irme con Claudio.
Durante
algunos segundos nadie dijo nada.
—¡No
puede ser! —gritó Tonbery, que casi tiró la silla al suelo—.
¡Imposible! ¡La ha hechizado, el brujo la ha hechizado!
Kiran
negó con la cabeza.
—La
niña habla por su propia voluntad, doy fe —dijo.
—¡Bah,
mentiras, mentiras y engaños todo! —gritó Tonbery—. ¿Qué
sabrás tú, si no eres más que un Cuervo incapaz de hacer su
trabajo? Que los dioses me fulminen si no estás conchabado con este
puto vagabundo.
—Contrólese,
alcalde —Kiran lo sentó de nuevo en la silla con un ligero
empujón—, no olvide con quién está hablando.
—Cleore.
—Esta vez fue Balautena quien se acercó a la niña, la chiquilla
se toqueteaba los cabellos pelirrojos con nerviosismo—. ¿Por qué
quieres irte? ¿Por qué una niña querría separarse de su familia?
—Don
Claudio dice que tengo talento, mamá —respondió la chica—, ¿te
lo imaginas? Yo, que he nacido en un pueblo de cabreros y matacerdos,
¿una hechicera? —Los ojos de Cleore se iluminaron—. Si me voy
con él llegaré lejos, podré hacer lo que pocos pueden hacer en el
mundo. Si me quedo... ¿Cuál será mi destino en el mejor de los
casos? ¿Ser maestra en un pueblo tan pequeño que ni siquiera da
para llenar un aula? Y además, mamá, no pretendo ser cruel, porque
sé que me quieres y que harías cualquier cosa por mí, pero lo que
tenemos aquí dista mucho de ser una familia.
—Su
hija es muy madura para su edad, doña Balautena —dijo Claudio—.
Ella misma ha escuchado todo lo malo de su vida futura, pero también
ha sabido apreciar lo bueno que le traerá; porque esta vida también
tiene muchas cosas buenas, cosas inmejorables.
—¿Madura?
—musitó el alcalde—. Y una mierda. Vamos, vete, vete con él,
pero hazme caso, haz caso a tu padre, ¡las tres torres será lo
único que veas cuando los Cuervos os atrapen! ¡La Torre del
Hechicero, el Nido de Cuervos y la Torre de la Dama! Espero que
disfrutes mucho del paisaje, ah sí, y de tu compañero de viaje.
—Claudio
dice que podré venir a veros siempre que pasemos por el reino
—continuó Cleore—. ¡Dice que me llevará a ver el mundo entero!
¡Desde los bosques de cristal hasta los mares celestes! Yo siempre
he querido ver esas cosas, papá, pero nunca he salido de esta
diminuta aldea. Hablas de que corro el peligro de que me encierren,
pero de hecho, ya estoy en una prisión. Con Claudio tendré libertad
al fin, me lo ha prometido. Y si al final llegase el día en que me
atrapen, en mi nueva prisión podría dedicarme a enseñar mi magia a
gente que necesita aprender a controlarla, a muchas más personas de
las que hay en este diminuto pueblo.
—La
gente promete muchas cosas —le contestó su padre—, pero rara vez
las cumplen.
Claudio
soltó una risa ronca.
—Bueno
—dijo—, eso sí que es irónico, señor alcalde.
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