V
—Pues
ya los has visto —dijo Claudio—. ¿Algún comentario?
El
brujo y el Cuervo salieron de la cueva. La noche era espesa aún, y
las estrellas se reflejaban en los pequeños lagos de agua y lodo.
—Que
has sido sincero —respondió Kiran—. Esos niños probablemente
estén mejor cuidados que en sus propias casas. Pero no es excusa
para haberlos raptado.
—Ya
hemos discutido sobre lo que es justo y lo que no hace un rato,
Kiran. Hemos dejado cada uno claras nuestras exigencias y no tiene
sentido seguir repitiéndose.
—Solo
por curiosidad —Kiran tosió—. Ya sé donde están los niños,
los acabo de ver con mis propios ojos y ninguna de tus ilusiones
podría ocultarme el camino de regreso. Así que, ahora, ¿qué me
impide entrar ahí y llevármelos a sus respectivos hogares sin
hacerte el menor caso? Todo el mundo estaría de acuerdo en que sería
lo justo.
—Tienes
la mala costumbre de juzgar lo que es justo y lo que no. Quizás sea
lo justo para los niños, que han venido aquí sin tener culpa de
nada, los pobres, y yo mismo lo admito. ¿Pero donde estaría
entonces la justicia para el timador, y para el pobre hechicero que
ha sido engañado?
—¿Y
qué más me dará a mí lo que sea justo o lo que no? Digo yo que no
soy más que un mercenario a sueldo. Lo más fácil sería hacer eso.
Lo más sencillo. Y puede que hasta lo más lucrativo.
—Porque
tú eres más que un mercenario a sueldo. Porque si quisieras hacer
eso ya me habrías matado hace un rato. —El mago se encogió de
hombros—. Mira, Cuervo; no sé adónde quieres llegar, ni a qué
viene que me saques este tema ahora. No sé si en verdad es que te
has replanteado que te estás tomando demasiadas molestias cuando
simplemente podrías recoger tu paga por el trabajo, ni que mierda te
ronda por la cabeza. Pero ten algo claro: si tú también pretendes
engañarme, puede que me mates, puede que cobres tu recompensa; pero
te doy mi palabra de que de esa cueva saldrán muchos menos niños de
los que entraron.
—Vamos,
Claudio, deja de intentar imponer una falsa intimidación, tú mismo
sabes que lo que les has hecho no es justo. Mira en esa cueva, los
has cuidado y alimentado mejor que si estuvieran en sus propias
casas. No les harías ningún daño.
—Pruébame
—respondió el brujo—. Estoy harto de esta justicia corrupta de
mierda.
—No
habrá necesidad de probar nada. Solo estoy divagando, yo sí cumplo
mi palabra.
Claudio
sonrió.
—Una
pregunta más —continuó Kiran—, ¿por qué en otra cueva? ¿Por
qué no los escondiste en la misma en la que estabas tú?
—Porque,
Kiran, no podía...
Kiran
no llegó a saber qué era lo que Claudio no podía hacer.
—¡Matad
al brujo!
Iluminaban
la ciénaga como un sol. Debían de ser al menos quince personas,
armadas con antorchas e instrumentos de agricultura que bien podrían
servir para cazar a un demonio. Kiran no se había percatado de su
presencia hasta que ya estaban demasiado cerca como para intentar
hacer algo.
—¡El
brujo, el brujo! ¡Matad al brujo! —volvieron a gritar.
—Nos
han seguido —señaló Kiran, aunque no hubiera hecho falta que lo
hiciera.
—Tienes
buena labia, Cuervo. Haber si los convences de que den media vuelta.
—Claudio convocó una bola de fuego en su mano, la miró durante
unos instantes y la hizo desaparecer—. Por su propio bien. No
pienso esperar a adivinar lo que tienen pensado labrar con esas
herramientas.
—No.
—Kiran desenvainó su espada—. Voy a hacer algo mejor. Vamos a
terminar con esto esta misma noche, aquí y ahora.
El
hombre con cara de envalentonado que lideraba la marcha sintió la
espada del Cuervo en la sien.
—Ni
un paso más —ordenó Kiran—. Bajad las armas y calmaos;
entonces, si estáis dispuestos, hablaremos.
—Nada
de eso, Cuervo —le respondió el hombre—. Todos sabíamos que de
la escoria como los de tu clase no podíamos fiarnos. No nos asustan
tus amenazas ni tus trucos de alquimia.
—Eso
solo significa que he de esforzarme más —dijo Kiran.
Descendió
su espada hasta el cuello del hombre, y apretó hasta que un reguero
de sangre comenzó a descenderle hasta el jubón.
El tipo
cayó al suelo, se tocó la herida y gimió.
—¡Me
has hecho sangre! —Quiso gritar, pero no se atrevió a hacerlo.
—Pues
ponte una tirita —le contestó Kiran.
—¡Ya
basta, Cuervo!
El
alcalde salió de entre la multitud. Llevaba una antorcha en la mano
y una expresión en la cara que casi parecía denotar cierta
valentía. Casi.
—Sabía
que los de tu clase no eran personas de fiar —continuó—, pero
desde luego no imaginaba que fueras a aliarte con un ladrón de
niños. ¡Puede que incluso un asesino! Hice bien al no confiar en ti
del todo; en darte un tiempo de prueba. Finalmente mis dudas han
quedado confirmadas.
—Calla
de una vez, escoria. El Cuervo es la persona más decente de cuantos
hay aquí. —Claudio escupió—. Haces bien tu papel delante del
pueblo, de pobre alcalde estúpido e impotente carente de culpa.
Basura. ¡Que sepáis todos los aquí presentes, que si habéis
perdido a vuestros hijos es porque vuestro alcalde tiene la lengua
demasiado larga prometiendo pagos que no puede realizar!
El
alcalde soltó una carcajada mientras negaba con la cabeza. Claudio
lo agarró por el cuello del jubón.
—Viejo
—dijo el mago—, cumple con tu deuda o te juro que...
—Te
he dicho que nada de violencia —le susurró Kiran.
El
alcalde se separó de Claudio, después se sacudió el jubón.
—¿Veis,
mis buenos señores, los actos de estas personas quienes deciden
echarme a mí, un hombre decente, la culpa de sus viles maldades?
Secuestran, inventan, mienten, y en última instancia, amenazan
—gritó—. ¿A quiénes creeréis, a estos rufianes? ¿O al que ha
sido vuestro propio alcalde desde hace décadas?
—Yo
no estoy exento de culpa, en parte —vociferó Claudio—, pero si
vuestro alcalde hubiera cumplido su palabra, ya habríais visto todos
a vuestros hijos.
El
alcalde rió.
—No
tienes pruebas —dijo—. No eres nadie, solo un mago vagabundo a
quien nadie en su sano creería. Así que, pueblo de Lodendar, ¿cuál
es el veredicto?
Claudio
se inclinó hacia Kiran.
—Empiezo
a verme tentando de hacer que le explote la cabeza, Kiran —susurró
el brujo.
—¿Y
qué hay de mí? —Con la discusión nadie se había fijado en que
Balautena se había incorporado a la multitud—. ¿Mi palabra es de
confianza?
Un
hombre desconocido dio un paso al frente.
—Doña
Balautena —dijo—, usted es una mujer de bien, nunca la he visto
actuar en contra del bienestar del pueblo y ha cuidado de nuestros
hijos e hijas en su escuela tan bien como a su propia cría. —El
tipo miró a su alrededor—. Usted es la maestra del pueblo, una
persona buena y sabia, y creo que hablo en nombre de todos al decir
que su palabra me importa por encima de la de cualquier otro.
—Gracias,
Haythen. No me iré por las ramas, pues —dijo la mujer—. El
alcalde os engañó, a todos. —La multitud cuchicheó, pero
Balautena siguió hablando—. No solo a vosotros, a mí también.
Era consciente de que conocía dónde se escondía este brujo, pero
los motivos por los que me dijo no ir en su busca son un engaño. De
no ser por el Cuervo, lo más probable es que nunca nos hubiésemos
enterado y solo los dioses saben lo que hubiera sido de nuestros
niños.
—De
no ser por el Cuervo —dijo Claudio—, estaríais todos muertos, y
vuestros hijos serían huérfanos. ¡Pensároslo mejor la próxima
vez que decidáis enfrentaros a un hechicero de esta forma!
—¡Cállate
ya, Balautena! —gritó el alcalde—. ¡Mierda, lo has estropeado
todo!
—No
me voy a callar, Tonbery, hace mucho que dejé de cumplir tus deseos,
¿recuerdas? Ahora dale al mago la suma que quiera que le
prometieras. Puede que no estemos suficientes personas para matar a
un mago, pero nos bastamos para darte media vuelta y sacudirte hasta
que caiga la última moneda de tus bolsillos. Después te meteremos
en un saco y te tiraremos a un cenagal, como hicimos con ese
peregrino de Tenebrae que intentó vendernos biblias.
—¡Déjate
de tonterías, mierda Balautena! —gritó el alcalde, Tonbery—,
¡tú no sabes nada, joder!
—Lo
que el bueno del alcalde me prometió —dijo el mago— no fue
ninguna suma mastodóntica de dinero, no. El alcalde me debe a su
hija, como pago por mi excepcional trabajo.
El
alcalde fue a decir algo, pero nunca se supo qué. El ruido que hizo
su cara cuando Balautena lo abofeteó le recordó a Kiran a los
petardos que se lanzaban en muchas festividades.
—¿Pero
cómo puedes ser tan hijo de puta? —dijo Balautena. Kiran no estaba
seguro de si las palabras de la mujer tenían más de pregunta o de
insulto.
—No,
mierda Balautena, ¡tú no lo entiendes!
Balautena
lo abofeteó de nuevo.
—No
te atrevas a insinuar que hay algo que tú entiendes mejor que yo, o
mejor que cualquier otra persona de los aquí presentes; porque eres
la persona más estúpida que en mi vida he conocido, y la más
cobarde. Dame una explicación ahora mismo, porque si después de
tanto tiempo descubro que tu corazón está hueco te prometo que te
lo arrancaré del pecho con mis propias manos.
Kiran
había escuchado a menudo un dicho que decía que una madre es capaz
de todo: de morir y matar por sus hijos. El dicho, al parecer, era
cierto o muy cercano a la realidad.
—No
es exactamente así, Balautena. ¡Joder, ese mago me engañó! —gritó
el alcalde—. Yo le dije que si espantaba a los monstruos le daría
lo que quisiera, cualquier cosa; ¡pero ni siquiera esperaba que
realmente fuera a hacerlo, solo parecía un vagabundo, un pintamonas
de tantos! Pero luego llegó, y resultó que no, que no era un
idiota, y que quería su pago, ¡a mi hija! ¿Y cómo infiernos iba a
darle yo a mi hija? ¡A mi hija!
—Las
palabras del alcalde son sinceras —dijo Claudio—, pero no le
eximen de cumplir su parte del trato. Si aún así no quisieras
cumplir con tu honor, podría llevarme a la niña por mi cuenta, al
fin y al cabo ya la he raptado —se encogió de hombros—. Pero ya
es bastante molestia huir de los Cuervos como para también tener que
huir de los guardias reales. Quiero que firmes un papel donde tú, su
padre, me entregues oficial y legalmente a tu hija. Y lo harás, o
toda esta gente no volverá a ver a sus hijos. Como responsable te
degollarán vivo y, al fin y al cabo, también me llevaré a tu hija,
solo que con algunas molestias extra.
—Así
que no eres un hijo de puta, Tonbery —corrigió Balautena—, sino
simplemente un gilipollas. Eso te vuelve algo menos malo, pero no
menos culpable. Debías haber prestado atención, debías haber
escuchado a la voz del pueblo, ahora arrepiéntete, poco más puedes
hacer.