La voz del
pueblo
I
Kiran estaba cansado. Caminaba con lentitud, tirando desde el suelo
de las riendas de su yegua. El animal tenía las alforjas cargadas
hasta los topes de provisiones, pieles de animales de colores
extraños y unos frasquitos de contenido desconocido. A un lado
colgaba, botando a cada paso de la potra, una espada de un diseño
refinado, bello. El pomo era de plata y había sido tallado en forma
de cabeza de cuervo; los ojos del ave eran diamantes del tamaño de
un hueso de aceituna. La vaina, en cambio, era bastante simple, hecha
de cuero y con un par de correas para atarla a la espalda.
Por el camino habían vuelto a llamarle Cuervo. Fueron unos
vagabundos que viajaban a Chenna y que necesitaban su ayuda para
curar a un caballo enfermo. A Kiran ya no le importaba, se había
acostumbrado a que la gente lo llamara Cuervo, y ya lo aceptaba.
El pueblo se encontraba en mitad de la ciénaga. Kiran se preguntaba
de quién habría sido la ''sensacional'' idea de construir un
asentamiento en un lugar como ese, alejado de la mano de los dioses y
sin un ápice de civilización en kilómetros a la redonda.
La yegua tiraba de un carro de madera; las ruedas chirriaban
ligeramente al girar. Estaba tapado con una tela y lo que quiera que
hubiera dentro desprendía un hedor nauseabundo. Las moscas
revoloteaban como locas.
Pasó junto a la que debía de ser la plaza mayor del pueblo.
Desierto. Todo desierto. Era extraño, ya había pasado el mediodía
y en el pueblo no había ni un alma. Junto a las fuentes de los
poblados siempre solía haber niños jugando; en especial a un juego
al que solían llamar «cazar al trol». Pero aquí, ni siquiera eso.
Siguió tirando de las riendas, caminando, tanteando con la mirada
los pequeños edificios de barro, ramas y paja. Y entonces vio a la
primera persona, y a la segunda, y a la tercera.
Unos vociferaban, otros cuchicheaban nerviosos; pero no era por el
Cuervo. Formaban una enorme cola, una multitud que sobresalía de una
de las casas. Kiran ató a la yegua junto a un bebedero de agua, y
tras la mirada de algunos de los miembros de la multitud hacia su
espada, se ató el arma a la espalda.
Se abrió paso entre el gentío. La estancia era redonda, y la gente
estaba posicionada alrededor de un hombre de cabellos canosos en lo
que parecía ser algún tipo de reunión o asamblea.
—Mis buenas gentes, por favor —pidió el peliblanco, haciendo
gestos de calma con las manos—, sed razonables. Tiene que haber una
solución lógica para todo.
—¡Solución lógica, tus muertos! —vociferó un hombre entre la
multitud— ¡Se llevaron a nuestros niños hijo de puta!
Una mujer gritó, otra lloraba.
—¡Sí. Nuestros hijos, nuestros hijos! —gritaron algunos.
El tipo del pelo canoso suspiró.
—Por favor —repitió—, todos estamos destrozados, y os
recuerdo, mi buena gente, que aunque el alcalde vuestro soy también
soy persona, y como tal, padezco igual que vosotros. Yo también
quiero volver a ver a mi hija. ¿Qué? ¿Acaso creéis que no? Pero
lanzarse a la ciénaga sin más no nos llevará a nada. Si acabamos
muertos, nuestros hijos no se salvarán. Nunca. Así que, os repito,
hacedme caso. Debemos ser pacientes, cautelosos. Debemos esperar a...
—¡Esperar! —gritó una mujer—. ¡Y una mierda esperar! ¡Ha
pasado ya una semana, hijo de puta, ¿a qué esperas, a que tengamos
que encontrar los cadáveres de todos los niños del pueblo en la
ciénaga, cubiertos de fango hasta el culo?! ¡Pues por los dioses te
juro que hoy mismo cojo una orca y me voy yo misma a buscar a mi
niña!
La multitud asintió a gritos a las palabras de la mujer. Otros
vociferaron insultos hacia el hombre que decía ser el alcalde del
pueblo. Kiran carraspeó sonoramente.
—Balautena —le dijo el albino a la mujer—, por favor, no
cometas ninguna estupidez. Entre hoy y mañana encontraré alguna
solución al problema, todos tenéis mi palabra. Y si no, yo mismo
iré como alcalde de este pueblo orca en mano y coraje en corazón, a
por nuestros hijos, enfrentándome a cualquier mal que me aceche en
el camino. Ahora, por favor, regresad a vuestras casas, parece que
tenemos un peregrino en el pueblo.
La multitud se dispersó, no sin antes soltar algunas maldiciones,
insultos y amenazas a su alcalde. La mujer llamada Balautena fue la
última en marcharse.
—Bienvenido, forastero, a este mi humilde pueblo —dijo el
alcalde, cogiendo una jarra de barro y llenándola hasta los topes
del contenido de un barril sobre un mostrador—, aunque creo que ya
imaginarás que no has escogido el momento más adecuado para venir a
visitarnos. ¿Cerveza?
—Sí, por favor.
El alcalde limpió una jarra con un trapo, y después, tras llenarla,
se la tendió a Kiran, que estaba sentado sobre una mesa redonda de
madera.
—Y dime, ¿cuál es la razón de tu visita? ¿Tienes nombre? Bueno,
claro que lo tienes. Hasta los bastardos tienen nombre. Lo que
querría saber es si puedes decirlo sin miedo a que alguien trate de
vender tu cabeza por algún tipo de recompensa.
—Tengo, señor alcalde, y puedo decirlo sin ningún miedo. Kiran de
Elias. Encontré este panfleto clavado sobre unas direcciones en el
camino. Cien estios por cada abejón que se mate en la ciénaga
alrededor de este pueblo. Pues bien —Kiran hizo señaló al carro
de afuera con el pulgar—, ahí hay ni más ni menos que cinco
abejones, señor alcalde.
—No hace falta que me llames alcalde, tú no eres de aquí. Y
además, ni siquiera la gente del pueblo me llama alcalde
últimamente. Prefieren llamarme por el nombre de la supuesta
profesión de mi madre, y con razón, supongo. Me llamo Dodrain,
aunque me da que pronto tú también preferirás llamarme hijo de
puta.
—No lo haré, puede estar tranquilo, señor Dodrain. —Kiran dio
un largo sorbo de su jarra—. El papel estaba bastante viejo y
desgastado cuando lo arranqué. Me iba imaginando por el camino lo
que podía pasar.
—Siento mucho que hayas malgastado tu tiempo y tu salud para nada.
—Dodrain se encogió de hombros—. Además, tampoco mataste a los
abejones en el interior de la ciénaga, ¿me equivoco? —sonrió.
—Me ha pillado —confesó el Cuervo, amagando un gesto que debía
ser una sonrisa pero que sin posibilidad de equivocación no lo era—.
En las afueras había suficientes abejones como para volverme noble
si la recompensa hubiera seguido vigente, pero en el interior de la
ciénaga, ni uno solo.
—Y por los dioses que más vale que siga siendo así. De ese modo
al menos habrá valido la pena todo lo que le pagamos a aquel
fanfarrón para que expulsara los monstruos de aquí. —Dodrain se
sentó en la mesa, junto a Kiran—. Contratamos a un hechicero para
encargarse de ellos. Parecía un vagabundo, el hijo de puta, con un
manto verde y con los pelos de la barba más negros que el sobaco de
un mono. Pero luego cogió, y quién se lo iba a imaginar con lo feo
y la cara de marrano que llevaba, se puso a toquetear una flauta, y
de la noche a la mañana, pum y adiós monstruos. No quedaron ni
ratas en toda la ciénaga.
—Últimamente se ven muchos brujos así. —Kiran dio otro trago—.
Desde hace lustros, cuando se empezó a encerrar a los magos en el
Nido, ha habido gente que ha ido en contra de la ley y ha escapado de
ser enviados allí. Quedan relegados a hacer negocios baratos con su
magia, porque si tuvieran demasiado dinero llamarían la atención y
los Cuervos vendrían a llevarlos al Nido. Pero en los vagabundos no
se fijan. Nadie se fija en un vagabundo.
—Claro, y seguro que tú sabes bastante de ello, señor cazador de
monstruos. Con esos ojos tuyos...
El iris de los ojos de Kiran era rojo. Como el de todos los Cuervos.
El alcalde se había dado cuenta de ello, como mucha gente antes que
él. Kiran odiaba este momento en particular; era como una repetición
constante de las mismas palabras, una vez tras otra, en cada
conversación en la que alguien se daba cuenta de su apariencia
ligeramente anormal.
—Cazador de monstruos —continuó Dodrain—, y una mierda. Tú
has venido buscando al hechicero cochambroso ese. No mientas. Te he
pillado, señor Cuervo.
—No tengo ninguna necesidad de mentirte. Ya no soy Cuervo; estoy
retirado. Y tampoco soy exclusivamente cazador de monstruos.
El alcalde dio un gran trago de su cerveza tras algunos segundos.
—Lo siento —dijo—, no te creo.
—Como le digo, señor alcalde, no tengo necesidad de mentirle. ¿Por
qué iba a hacerlo? Un Cuervo actúan por encima de cualquier ley, y
también posee una fuerza muy por encima de la que cualquier
campesino pudiera plantarle. De hecho sigo poseyéndola. Así que,
¿cuál sería la razón para ocultarme? Si quisiera «recoger» a
cualquier hechicero, me bastaría con venir y llevármelo, le pesara
a quien le pesara.
El Cuervo calló durante algunos segundos. Dodrain colocó su jarra
de cerveza, ahora vacía, sobre la mesa.
—Pero tampoco importa —siguió Kiran, levantándose de la mesa—.
Nadie va a pagarme por esos abejones y yo tengo que buscarme el
sustento; así que no tengo pensado quedarme en su pueblo el tiempo
suficiente como para que nadie pueda juzgar si digo la verdad o
realmente soy un mentiroso. Gracias por su hospitalidad, señor
alcalde. Y por su cerveza.
Kiran se sacudió el jubón azul marino y dio media vuelta. El
alcalde se incorporó de un salto.
—¡Espera! —dijo aceleradamente—. Cuervo, o lo que seas. ¿A
qué más dices que te dedicas a parte de asesinar bichos?
—A un poco de todo. Mis servicios suelen ir desde talar arboles
hasta ordeñar a las vacas, llevar a pastar a las cabras, preparar
remedios y ungüentos sanitarios, fabricar objetos de carpintería,
recoger el grano, y, en fin, todo tipo de tareas, siempre que se me
remuneren. Aunque la gente suele preferir los servicios relacionados
con el arte de la guerra.
—¿Y cómo se te da tal arte?
—Bastante bien, dicen.
Dodrain se frotó la cara con las manos. Después, suspiró.
—No sé si dices la verdad —dijo— o no... Bah, y a mí que más
me da de todas formas si vas detrás de ese andrajoso. Al fin y al
cabo hace días desde que partió de aquí, qué me importa a mí lo
que pueda pasarle. Escucha, Kiran, ven, tengo una proposición que
hacerte, aunque he de advertirte que será difícil y probablemente
peligroso. ¿Te vuelvo a llenar la jarra?
—Pues no le diría que no.
El Cuervo volvió a apoyarse a uno de los lados de la mesa.
—¿Viste la escena que me montaron antes a tu llegada, no? Por los
dioses, claro que lo viste; esos ordeñacabras saben tanto de guardar
las apariencias como un gato de tocar el violín. Y yo encima, ya me
viste, poniendo ojos de cordero degollado y hablándoles como si
fuera una doncella recién llegada a su lecho.
El Cuervo calló.
—¡Pues no será solo culpa mía! Que yo sepa no he ido a rastras
con los chiquillos metidos en una bolsa para venderlos ni nada por el
estilo. Entonces, ¿por qué quedo yo como el único culpable, Kiran?
¿Por qué me toca a mí evitar que esos idiotas se suiciden?
—Porque ese es el trabajo de un alcalde, supongo. —Kiran se
encogió de hombros—. Entonces, ¿han desaparecido todos los niños
del pueblo?
—Sí. —Dodrain dio un largo trago de su cerveza. No dijo nada
durante algunos segundos—. Sí, y no te imaginas como lo sufrimos
todos. Mi hija también desapareció, ¿sabes? Y esa gente se cree
que no deseo volver a verla tanto o más de lo que ellos desean ver a
sus chavales.
—Y ahora, lo que quieres pedirme es que me encargue de encontrar a
los niños, ¿me equivoco?
—Sí —Dodrain adoptó un aspecto siniestro—. O lo que quede de
ellos...
—No nos pongamos en lo peor, señor alcalde. ¿Cómo y cuándo
desaparecieron los niños del pueblo?
Dodrain se puso en pie. Caminoteó por la sala, nervioso.
—Pues tampoco hay mucho que contar —dijo—. Hace una semana aquí
todo era normal. Los hombres plantaban el grano y llevaban a pastar a
los animalejos mientras las mujeres lavaban la ropa y cuidaban de sus
hijos. Y de la noche a la mañana, todos los críos desaparecidos.
—¿Hace una semana exacta de eso?
—Sí. Siete días con sus siete noches.
—¿Siete días y siete noches? —dijo Kiran, alzando ligeramente
la voz— y aún esperabais para ir a buscarlos a qué, ¿a un
milagro? ¿A que ellos mismos encontraran el camino de regreso?
—¡La ciénaga...! Joder, Cuervo, ¡la ciénaga es peligrosa! No
podíamos meternos en ella sin más, menos aún ahora que las afueras
están tan atestadas de monstruos, ¡nos matarían!
—Así que es eso —esta vez Kiran sonrió de verdad, aunque nada
le había parecido gracioso—. Simplemente eres un cobarde, al fin y
al cabo.
—¡No soy un cobarde! ¡He peleado en más guerras de las que...!
—Es usted un cobarde, señor Dodrain. Aquella mujer que pretendía
coger una orca e ir a buscar a su hija, aquella era una persona
valiente.
El alcalde no dijo nada.
—No se frustre —siguió Kiran—, todo el mundo tiene sus miedos.
Pero no se crea omnisciente solo por ser el alcalde. La próxima vez
escuche, señor Dodrain, escuche a la voz del pueblo. Una semana
puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora hablaremos
de mis honorarios. Por jugarme la vida por lo que sea que le asusta
tanto de esa ciénaga, y rescatar a los dioses sepan cuantos niños,
mi precio serán doscientos estios de oro.
—Cuervo, este es un pueblo humilde... ¿Ciento cincuenta?
—No, alcalde. Usted debería conocer sus virtudes tanto como sus
defectos. Un cobarde rico podrá pagar doscientos estios.
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