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Soles
caídos
...la gente del sur esperó, esperó y esperó. Las
mujeres rezaban, los hombres ofrecían sacrificios a sus dioses. Pero
de nada sirvió. El otoño llegó, para nunca más marcharse.
«Estaciones». Jenyne Feylon.
En el barrio del mercado resultaba difícil el simple
hecho de ir de un lado para otro. Todo era caótico. Las estrechas
callejuelas estaban tan abarrotadas de gente y de puestos de venta
que Kiran pensaba que si seguían llegando personas, llegaría un
momento en el que no habría espacio para caminar siquiera.
El suelo estaba cubierto por una capa de hojas rojizas y
anaranjadas, provenientes de los árboles del interior del pueblo y
también de algunos exteriores, del bosque Hojasangre. Este comenzaba
en las Tierras Centrales y recorría desde Antivas hasta el sur,
hasta bien entradas las Tierras del Otoño. Recibía su nombre de las
reinas rubí, los árboles que poblaban gran parte del bosque. El
color natural de sus hojas debía de ser verde intenso, muy saturado;
pero el otoño les daba un color rojizo que se iba muriendo una vez
estas caían del árbol, lo cual no llevaba demasiado tiempo. Kiran
había recorrido un buen trecho en él hasta llegar a Inda, y muchas
otras veces antes.
La calle quedó inundada por el sonido intermitente de
los cascos un animal chocando contra el suelo. La multitud abrió
paso para un jinete que montaba a trote sobre una yegua baya. La
montura tenía las crines y la cola blancas como la nieve.
Se trataba de Leistor de Inda, el mensajero local del
pueblo. Vestía un jubón de tela sencillo y un capote a la espalda.
Cargaba con una mochilita de cuero en la que llevaba todas las
cartas, que tampoco eran muchas; los pocos mensajes que Leistor
transportaba eran entre los propios habitantes del pueblo que, por
una razón o por otra, no podían decirse lo que fuera en persona.
Para mensajes a lugares más alejados, la mayoría de la gente solía
preferir el uso de palomas, ya que eran veloces, más discretas, y de
ser necesario, más difíciles de cazar que una persona.
Kiran se detuvo junto a un puesto de bollos. En el
mostrador, colocadas de un extremo a otro, había una gran cantidad
de apetitosas y humeantes tentaciones de pan.
—¡Bollos de pan, los más deliciosos del reino!
—anunció a gritos el encargado del puesto, un tipo regordete y
medio calvo, mientras sacaba otra bandeja para reponer la mercancía—.
¡Acérquense y véanlo por ustedes mismos! ¡Nada tienen que ver con
esas insípidas piedras marrones que los vendedores de la capital
fabrican sin cariño alguno, no señor!
El Cuervo sacó unas monedas cuadradas de su cinturón y
compró un bollo. Eligió el más grande y harinoso de todos. Tenía
forma semiesférica con un color marrón claro, por dentro estaba
relleno de natillas y desprendía un humillo apetitoso en el
ambiente.
Caminó entre la multitud, buscando a Neil con la
mirada. Había llovido la noche anterior, y a causa de la humedad,
las hojas que cubrían el suelo provocaban un sonido agudo al ser
aplastadas, salpicando algunas gotitas de agua: chap, chap, chap.
Se comió el bollo rápidamente, de apenas cuatro o cinco bocados.
El bardo estaba junto a un puestecito que parecía
carecer de interés para la mayoría de la gente que pasaba junto a
él. Sobre las paredes de tela del interior del puesto, habían
colgados algunos instrumentos de viento y percusión. Flautas dulces,
algunas dulzainas, oboes, cuatro timbales, un par de castañuelas y
la pieza maestra: un enorme piano de cola de color madera, más alto
que el propio vendedor. Habría hecho las delicias de cualquier
bardo. O por lo menos, de cualquier bardo rico.
—¿Pero cómo no va a quedar ni un solo laúd en todo
el puesto? Es ridículo —vociferó Neil. Agitaba los brazos con
tanta intensidad que por poco la boina no se le cayó al suelo.
—La demanda de laúdes ha sido mucha en los últimos
días, mi señor. Desde que se supo que la carroza del rey Faendar
pasará por aquí todo esto se ha llenado de idiotas deseosos de
convertirse en los juglares particulares de la familia del rey. Es
más, echad un vistazo a la tienda, ¿por qué creéis que nadie se
para a comprar aquí? Últimamente todos los clientes se paran,
preguntan si quedan laúdes, y cuando les respondo que no, se encogen
de hombros y se van. Esto es un puesto de venta de instrumentos
musicales, no solo de laúdes.
Neil suspiró. Había recorrido todos los puestos y
tiendas del pueblo en busca de un laúd, pero había resultado
inútil. ¿Y ahora qué iba a hacer? Toda la ciudad se había llenado
de idiotas deseosos de hacerse de oro a costa del rey, y pretender
trabajar como bardo sin un instrumento era como intentar ganar una
guerra a puñetazos. «Y ni siquiera les servirá de nada. El rey
pasará de largo sin detenerse en el pueblo y mucho menos se va a
poner a escuchar como toca una decena de juglares codiciosos»,
pensó. «Si al menos esa maldita Yiluna no hubiera destrozado mi
instrumento...».
—¿El rey va a venir a Inda? —preguntó el Cuervo de
ojos rojos, acercándose a Neil.
—De hecho pasará por aquí hoy mismo, mi señor —le
aclaró el mercader—. Pero no esperéis gran cosa. Solo viene de
paso hacia Antivas. Llegará, saludará con la mano desde el carro, y
seguirá su camino.
—¿Ni siquiera se detendrá? —Kiran no entendía la
razón visitar Inda con el único propósito de pasar de largo,
cuando con un pequeño rodeo podría seguir su camino hacia la
capital sin necesidad de poner patas arriba el pueblo entero. «Cosas
de reyes, cosas incomprensibles», pensó.
—Viendo como está el panorama, casi deberíamos dar
las gracias porque no nos escupa desde el carro. —El bardo se
encogió de hombros—. Ven, Cuervo. Creo que he visto un puesto de
sombreros mientras veníamos por allí. Aunque creo que no debería
de derrochar mucho dinero hasta no conseguir una nueva herramienta de
trabajo.
«Pues debes de estar tomándotelo muy en serio», pensó
Kiran. Neil le había pagado la comida el día anterior, pero también
se las había arreglado para quedarse en su habitación de la posada
para pasar la noche. Durmió en el suelo, sí, pero durmió gratis.
Por la mañana juró a Kiran que se lo pagaría
tocándole una canción. Él respondió diciéndole que si su canción
no era de oro y se llamaba «estio» no era ninguna clase de pago,
aunque el bardo insistió. De un modo u otro, no habría ninguna
canción por el momento.
De pronto comenzó a lloviznar. Frías y diminutas
gotitas de agua cayeron del cielo nublado. Poco a poco, despacito y a
pies tortuga, los adoquines iban quedando inundados por estas,
formando pequeños islotes entre un mar de lluvia.
A pesar de ello, el mercado solo abría una vez a la
semana, y sin contar siquiera los días festivos. Habría hecho falta
una auténtica tempestad para hacer que los pueblerinos abandonaran
sus compras. Por eso le resultó tan raro a Kiran el ver a la gente
amontonarse al fondo de calle. Los viandantes se miraban,
cuchicheaban un poco, y se dirigían hacia la multitud que cubría la
zona este, como si algún tipo de espectáculo callejero se estuviera
realizando allí.
Neil le preguntó que por qué estaría toda esa gente
allí reunida, a lo que el Cuervo respondió encogiéndose de hombros
y diciendo que probablemente solo estarían observando algún puesto
interesante a las afueras del mercado.
Pero en ese momento escucharon el alarido de una chica,
unos gritos de clemencia, tras lo que se lanzaron corriendo hacia la
multitud.
Estaban frente a una casa a las afueras del mercado. Dos
guardias vestidos con capas con los colores dorados de Antivas y unos
soles bordados en la tela sujetaban a un hombre mayor. El anciano
tenía unos grilletes en las manos y había sido lanzado sobre los
adoquines de una patada.
Un tercer guardia salió del interior de la casa,
sujetando unas figuritas de porcelana que, posteriormente, arrojó
contra el suelo, destrozándolas. Vestía la capa dorada de Antivas y
llevaba el brazo derecho al descubierto, mostrando el tatuaje de una
espada que le recorría por completo desde el hombro hasta el dorso
de la mano. Sus cabellos eran castaños y ondulados.
—Ese que acaba de salir del edificio es Estor Zasey
—dijo Neil en voz baja—. Lo vi cuando estuve en la capital, hace
ya bastante tiempo. Es el capitán de la guardia del rey. Mira, ese
tatuaje que lleva en el brazo representa que él es la espada que el
rey blande.
—Sé perfectamente quien es, Neil. Si el rey dice
«descansa», la espada se envaina. Si el rey dice «mata» la espada
mata. Eso es Estor Zasey. Una herramienta a las órdenes del rey. Un
arma incapaz de actuar por sí misma. —Kiran cambió el peso de su
cuerpo de una pierna a otra—. Debe de haber venido aquí para
asegurarse de que todo está en orden antes de que el rey pase por
aquí. Quiere decir que su carro llegará pronto.
La Espada estrelló las últimas figuritas de porcelana
contra el suelo. Una chica joven, de cabellos rubios y lisos salió
de la casa y se arrodilló ante él.
—Por favor, mi padre está muy mayor, no sabe lo que
hace. Por favor, mi señor, perdonadle, os lo suplico, por favor
—dijo apresuradamente entre sollozos.
—¿Ves esa basura? —Estor Zasey señaló a los
fragmentos de porcelana esparcidos por el suelo—. Tu padre estaba
llamando a la ira de Los Cinco adorando a esos dioses falsos.
—¿Dioses falsos? —Bramó el anciano arrodillado—.
¡Esos son mis dioses! ¡Los que yo elegí! ¡Los que mi familia
eligió hace lustros! —A pesar de su edad, vociferó tan alto que
hasta la gente de las calles más lejanas pudieron oírle—.
Tessianea, Anais, Paris, Sazeh, Divela; ¡escupo sobre todos vuestros
asquerosos dioses sureños!
—Padre, no por favor, ¡cállese! —dijo la chica.
Uno de los guardias tendió una enorme hacha de doble filo a La
Espada, y tras ello, la niña se echó a llorar. Como si realmente
los cinco dioses hubieran estallado de ira, el cielo se oscureció y
la discreta lluvia otoñal se tornó en una sonora tormenta. Los
vientos huracanados mecían descuidadamente las ropas de la chica, y
los rayos y truenos sonaban con un estruendo tal, que la hacían
estremecerse bajo el húmedo abrazo de las nubes. Y al final, ni
siquiera podía distinguir sus propias lágrimas de la lluvia.
—Esta es tu última oportunidad, anciano —advirtió
La Espada, apoyando su enorme hacha sobre el cuello del padre de la
chiquilla—. ¿Aceptas a Los Cinco en tu corazón como los únicos
dioses existentes, y te disculpas ante ellos por haber podido
provocar su ira?
—Sí, padre —sollozó la chica—. Por favor...
El anciano escupió a Estor en la cara.
—Eso será lo único que consigas que salga de mi
boca, Espada.
La Espada se limpió la cara con la manga y levantó
despacio el hacha. Su cara permaneció inmóvil, sin responder a la
provocación del anciano.
—En ese caso yo, Estor Zasey, como capitán de la
guardia y Espada del rey Faendar Zasey, en nombre de todos los
habitantes de Lanaeda y por la gracia de los dioses, te condeno a
morir.
Y el hacha descendió con un movimiento limpio y veloz.
La multitud gritó, y la chica cerró los ojos creyendo haber
escuchado un trueno.
Pero no había sido eso.
Los guardias recogieron el cuerpo y la cabeza del suelo
con velocidad. La hija del anciano comenzó a llorar y a gritar, y
también se la llevaron.
—Que esto sirva de ejemplo para todos los que estáis
aquí —vociferó La Espada hacia la multitud, alzando los brazos y
tendiéndole el hacha a uno de los guardias con capa dorada—. La
guardia real no permitirá que se incite la provocación de la ira de
los dioses, y mucho menos cuando su majestad está camino del pueblo.
A ese anciano se le han dado muchas oportunidades de rectificar, pero
quizá la próxima vez no se os plazca con ese beneficio; más os
valdría recordarlo. Y ahora dispersaos, el espectáculo ha
terminado.
La tormenta amainó al cabo de unos pocos minutos. Kiran
y Neil caminaban por las calles del pueblo mientras sonaban las doce
campanadas del mediodía. Ninguno de los dos dijo nada sobre la
escena del mercado. No era necesario. Incluso para dos personas casi
desconocidas como ellos dos, era fácil conocer la opinión del otro
en un situación como esta. Poca gente era dada a los asesinatos a
sangre fría.
Llegaron al barrio residencial. Se detuvieron junto a la
calle principal de Inda, la única que cruzaba directamente desde la
entrada hasta la salida del pueblo. Era algo más espaciosa que el
resto de calles, aunque no demasiado.
Un hombre calvo vestido con un jubón claro se encargaba
de vallar el camino central de la calle con unas cuerdas atadas
firmemente entre edificios, árboles, verjas, y cualquier superficie
resistente. Poco a poco, la gente fue amontonándose tras ellas, y
con el paso de no mucho tiempo, se formó una cola de personas que
llegaba hasta los barrios exteriores. Todos vociferan con entusiasmo.
Unos gritaban de impaciencia, otros alzaban elogios, y un grupo de
jóvenes cerca de un puestecito lleno de calderos y ollas de metal
gritaban insultos a toda voz.
Y finalmente llegó con la primera campanada de la
tarde, bajo la envolvente música metálica de las herraduras de los
caballos e inundado bajo los alaridos de los pueblerinos.
El portón de madera que servía de entrada al pueblo se
abrió de par en par, crujiendo la madera y las bisagras por igual. A
través de él entraron una incontable cantidad de soldados con capas
doradas montados a caballo. Después, a ritmo muy lento, pasaron
cuatro carros cubiertos con sedas rojas y elegantes, adornadas con
algunos punteos de hilo azul y con el sol dorado de Antivas bordado
en ellas. Del tercero de los carros asomó un hombre con la cabeza
coronada. Tenía un largo y elegante cabello canoso y estaba afeitado
a conciencia. El rey saludó cortésmente desde su transporte, y
volvió a meterse dentro.
La gente se lo tomó como si se tratase de una
cabalgata, y realmente la situación se prestaba a ello.
Probablemente los jinetes de la guardia real solo caminasen más
lentos que los propios carros a los que protegían. Cualquier otro
caballo a trote los hubiera podido adelantar; en otro momento, por
supuesto, ya que entonces la calle estaba cortada hasta que el rey y
sus más de doscientos escoltas hubieran avanzado hacia el norte. O
al menos se supone que deberían de haber habido más de doscientos
escoltas, porque en ese momento Kiran no veía nada más que unos
diez guardias reales al norte de los carros y otros diez al sur. No
quedaba ni rastro del primer grupo que había entrado por el portón
hacía un rato.
El Cuervo se fijó en los jóvenes que habían estado
lanzando insultos entre la multitud. Se abrieron paso a toda prisa y
violentamente pasaron por encima de la cuerda. Esta vez, fuera del
gentío, se les podía ver con claridad. Vestían unos cueros
protegiéndoles algunas zonas específicas del cuerpo. Brazaletes,
pecho, grebas; pero carecían de una protección completa. Llevaban
la cara envuelta con unos pañuelos negros que solo dejaban al
descubierto sus ojos.
Kiran echó un vistazo a los guardias reales. «Demasiado
lentos», pensó, «son tan lentos que aún ni se han dado cuenta de
lo que está pasando, y para cuando lo hagan serán demasiado lentos
para actuar». Sin pensárselo, pasó sobre la cuerda de un salto y
se dirigió corriendo hacia los carros. Neil, sin saber por qué, le
siguió lo más rápido que pudo.
—¡Soles blancos! —gritaron los jóvenes rebeldes,
mientras sacaban sus armas y se dirigían hacia el carro del rey.
Kiran y Neil recogieron unas ollas del puesto que había
tras la cuerda norte. Kiran contó que debían de ser unos diez
rebeldes en total. Uno de ellos, un tipo enorme con un mandoble más
grande aún, mató a los caballos del carro del rey de un par de
tajos. La multitud gritó y se alejó a toda prisa, pisoteándose los
unos a los otros. Otro rebelde fue a clavar un estilete en la tela
del carro, pero Kiran lo tumbó de un golpe en la cabeza con la olla.
El Cuervo fijó sus ojos rojos en otro de los rebeldes y esquivó con
facilidad un par de tajos horizontales, después le agarró el brazo
y le desencajó la muñeca de su mano dominante. Neil paró un golpe
vertical con su olla, después, como si de una enorme maza se
tratase, la ondeó sobre su cabeza y golpeó con brutalidad en la tez
de su enemigo.
La guardia real llegó rápidamente, para sorpresa de
Kiran. Acabaron sin problemas con el resto de jóvenes e inexpertos
rebeldes y estrecharon las manos del bardo y el Cuervo en
agradecimiento por su ayuda. Solo los dioses sabían que hubiera
pasado si ellos dos no hubieran intervenido, aunque era fácil
imaginarlo.
—¿En qué demonios estabais pensando? —vociferó el
rey Faendar Zasey, con su carro aún detenido y dirigiéndose a su
guarida real—. Esos rebeldes igualaban en número a mi escolta
personal. Podían haberme matado a mí y mi familia y aún les
hubiera sobrado tiempo para beberse todo mi vino antes de escapar.
¿Dónde infiernos está el resto de mi guardia real?
—P... parece ser que su Espada les requería para un
asunto de vital importancia, su... su majestad —dijo uno de los
tipos con capa dorada, visiblemente nervioso y tartamudeando, con una
voz tan aguda que Kiran llegó a dudar de que fuera una mujer.
—P, p, p, p, parece ser que eres tan estúpido que tu
madre ni siquiera te enseñó a hablar decentemente —bramó el rey,
burlándose del guardia—. ¿Vital importancia? ¿Qué es más vital
que la propia vida del rey, si puede saberse? ¿Es que acaso estoy
rodeado de idiotas incapaces de comprender que ha estallado una
guerra civil y que el reino está lleno de imbéciles que me quieren
muerto? —El rey se llevó las manos a la cara y suspiró, tornando
su voz en una que parecía contener un infinito cansancio—. Estoy
rodeado de inútiles. Traed otros dos malditos caballos y vayámonos
de aquí cuanto antes. —Faendar Zasey miró a Kiran, que había
permanecido arrodillado junto a Neil desde que él bajara de su
carro—. Tú, el de los ojos rojos, alza la cabeza —ordenó—.
¿Tú eres Kiran de Elias, no es así?
—Así es, su majestad —asintió Kiran.
—Cuantísimo tiempo, Kiran de Elias. —Faendar
sonrió—. Bien, ve a la posada de mala muerte donde quiera que te
hospedes y recoge tus cosas, vienes conmigo a Antivas. Ya habrá
tiempo para hablar allí. Date prisa, no quiero quedarme en este
pueblo ni un minuto más del necesario. Que tu compañero venga
también si lo desea.
Kiran estaba confuso. ¿A qué venía eso? ¿Por qué de
repente el rey había pasado de saludarle a pedirle que lo acompañara
a la capital? No se le había perdido nada en un sitio como ese, pero
el Cuervo sabía que los reyes eran personas muy caprichosas, y
oponerse a sus deseos algo muy estúpido.
—Pero... ¿por qué, su majestad?
El rey se encogió de hombros.
—¿Acaso tienes algo mejor que hacer con tu vida? —le
preguntó.
Kiran no respondió. Se dio media vuelta y fue a la
posada a buscar sus pertenencias.
Observación: A través de él entraron una incontable cantidad de soldados...
ResponderEliminarCreo que una miríada de soldados se oye mejor.
Miríada suena demasiado culto para mi gusto. Aunque en una futura corrección me plantearé cambiarlo por otra palabra para que quede mejor.
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