sábado, 8 de septiembre de 2012

El Vuelo del Fuego. 3



3
Soles caídos

...la gente del sur esperó, esperó y esperó. Las mujeres rezaban, los hombres ofrecían sacrificios a sus dioses. Pero de nada sirvió. El otoño llegó, para nunca más marcharse.

«Estaciones». Jenyne Feylon.

En el barrio del mercado resultaba difícil el simple hecho de ir de un lado para otro. Todo era caótico. Las estrechas callejuelas estaban tan abarrotadas de gente y de puestos de venta que Kiran pensaba que si seguían llegando personas, llegaría un momento en el que no habría espacio para caminar siquiera.

El suelo estaba cubierto por una capa de hojas rojizas y anaranjadas, provenientes de los árboles del interior del pueblo y también de algunos exteriores, del bosque Hojasangre. Este comenzaba en las Tierras Centrales y recorría desde Antivas hasta el sur, hasta bien entradas las Tierras del Otoño. Recibía su nombre de las reinas rubí, los árboles que poblaban gran parte del bosque. El color natural de sus hojas debía de ser verde intenso, muy saturado; pero el otoño les daba un color rojizo que se iba muriendo una vez estas caían del árbol, lo cual no llevaba demasiado tiempo. Kiran había recorrido un buen trecho en él hasta llegar a Inda, y muchas otras veces antes.

La calle quedó inundada por el sonido intermitente de los cascos un animal chocando contra el suelo. La multitud abrió paso para un jinete que montaba a trote sobre una yegua baya. La montura tenía las crines y la cola blancas como la nieve.
Se trataba de Leistor de Inda, el mensajero local del pueblo. Vestía un jubón de tela sencillo y un capote a la espalda. Cargaba con una mochilita de cuero en la que llevaba todas las cartas, que tampoco eran muchas; los pocos mensajes que Leistor transportaba eran entre los propios habitantes del pueblo que, por una razón o por otra, no podían decirse lo que fuera en persona. Para mensajes a lugares más alejados, la mayoría de la gente solía preferir el uso de palomas, ya que eran veloces, más discretas, y de ser necesario, más difíciles de cazar que una persona.

Kiran se detuvo junto a un puesto de bollos. En el mostrador, colocadas de un extremo a otro, había una gran cantidad de apetitosas y humeantes tentaciones de pan.

¡Bollos de pan, los más deliciosos del reino! —anunció a gritos el encargado del puesto, un tipo regordete y medio calvo, mientras sacaba otra bandeja para reponer la mercancía—. ¡Acérquense y véanlo por ustedes mismos! ¡Nada tienen que ver con esas insípidas piedras marrones que los vendedores de la capital fabrican sin cariño alguno, no señor!

El Cuervo sacó unas monedas cuadradas de su cinturón y compró un bollo. Eligió el más grande y harinoso de todos. Tenía forma semiesférica con un color marrón claro, por dentro estaba relleno de natillas y desprendía un humillo apetitoso en el ambiente.

Caminó entre la multitud, buscando a Neil con la mirada. Había llovido la noche anterior, y a causa de la humedad, las hojas que cubrían el suelo provocaban un sonido agudo al ser aplastadas, salpicando algunas gotitas de agua: chap, chap, chap. Se comió el bollo rápidamente, de apenas cuatro o cinco bocados.

El bardo estaba junto a un puestecito que parecía carecer de interés para la mayoría de la gente que pasaba junto a él. Sobre las paredes de tela del interior del puesto, habían colgados algunos instrumentos de viento y percusión. Flautas dulces, algunas dulzainas, oboes, cuatro timbales, un par de castañuelas y la pieza maestra: un enorme piano de cola de color madera, más alto que el propio vendedor. Habría hecho las delicias de cualquier bardo. O por lo menos, de cualquier bardo rico.

¿Pero cómo no va a quedar ni un solo laúd en todo el puesto? Es ridículo —vociferó Neil. Agitaba los brazos con tanta intensidad que por poco la boina no se le cayó al suelo.

La demanda de laúdes ha sido mucha en los últimos días, mi señor. Desde que se supo que la carroza del rey Faendar pasará por aquí todo esto se ha llenado de idiotas deseosos de convertirse en los juglares particulares de la familia del rey. Es más, echad un vistazo a la tienda, ¿por qué creéis que nadie se para a comprar aquí? Últimamente todos los clientes se paran, preguntan si quedan laúdes, y cuando les respondo que no, se encogen de hombros y se van. Esto es un puesto de venta de instrumentos musicales, no solo de laúdes.

Neil suspiró. Había recorrido todos los puestos y tiendas del pueblo en busca de un laúd, pero había resultado inútil. ¿Y ahora qué iba a hacer? Toda la ciudad se había llenado de idiotas deseosos de hacerse de oro a costa del rey, y pretender trabajar como bardo sin un instrumento era como intentar ganar una guerra a puñetazos. «Y ni siquiera les servirá de nada. El rey pasará de largo sin detenerse en el pueblo y mucho menos se va a poner a escuchar como toca una decena de juglares codiciosos», pensó. «Si al menos esa maldita Yiluna no hubiera destrozado mi instrumento...».

¿El rey va a venir a Inda? —preguntó el Cuervo de ojos rojos, acercándose a Neil.

De hecho pasará por aquí hoy mismo, mi señor —le aclaró el mercader—. Pero no esperéis gran cosa. Solo viene de paso hacia Antivas. Llegará, saludará con la mano desde el carro, y seguirá su camino.

¿Ni siquiera se detendrá? —Kiran no entendía la razón visitar Inda con el único propósito de pasar de largo, cuando con un pequeño rodeo podría seguir su camino hacia la capital sin necesidad de poner patas arriba el pueblo entero. «Cosas de reyes, cosas incomprensibles», pensó.

Viendo como está el panorama, casi deberíamos dar las gracias porque no nos escupa desde el carro. —El bardo se encogió de hombros—. Ven, Cuervo. Creo que he visto un puesto de sombreros mientras veníamos por allí. Aunque creo que no debería de derrochar mucho dinero hasta no conseguir una nueva herramienta de trabajo.

«Pues debes de estar tomándotelo muy en serio», pensó Kiran. Neil le había pagado la comida el día anterior, pero también se las había arreglado para quedarse en su habitación de la posada para pasar la noche. Durmió en el suelo, sí, pero durmió gratis.
Por la mañana juró a Kiran que se lo pagaría tocándole una canción. Él respondió diciéndole que si su canción no era de oro y se llamaba «estio» no era ninguna clase de pago, aunque el bardo insistió. De un modo u otro, no habría ninguna canción por el momento.

De pronto comenzó a lloviznar. Frías y diminutas gotitas de agua cayeron del cielo nublado. Poco a poco, despacito y a pies tortuga, los adoquines iban quedando inundados por estas, formando pequeños islotes entre un mar de lluvia.
A pesar de ello, el mercado solo abría una vez a la semana, y sin contar siquiera los días festivos. Habría hecho falta una auténtica tempestad para hacer que los pueblerinos abandonaran sus compras. Por eso le resultó tan raro a Kiran el ver a la gente amontonarse al fondo de calle. Los viandantes se miraban, cuchicheaban un poco, y se dirigían hacia la multitud que cubría la zona este, como si algún tipo de espectáculo callejero se estuviera realizando allí.

Neil le preguntó que por qué estaría toda esa gente allí reunida, a lo que el Cuervo respondió encogiéndose de hombros y diciendo que probablemente solo estarían observando algún puesto interesante a las afueras del mercado.
Pero en ese momento escucharon el alarido de una chica, unos gritos de clemencia, tras lo que se lanzaron corriendo hacia la multitud.

Estaban frente a una casa a las afueras del mercado. Dos guardias vestidos con capas con los colores dorados de Antivas y unos soles bordados en la tela sujetaban a un hombre mayor. El anciano tenía unos grilletes en las manos y había sido lanzado sobre los adoquines de una patada.
Un tercer guardia salió del interior de la casa, sujetando unas figuritas de porcelana que, posteriormente, arrojó contra el suelo, destrozándolas. Vestía la capa dorada de Antivas y llevaba el brazo derecho al descubierto, mostrando el tatuaje de una espada que le recorría por completo desde el hombro hasta el dorso de la mano. Sus cabellos eran castaños y ondulados.

Ese que acaba de salir del edificio es Estor Zasey —dijo Neil en voz baja—. Lo vi cuando estuve en la capital, hace ya bastante tiempo. Es el capitán de la guardia del rey. Mira, ese tatuaje que lleva en el brazo representa que él es la espada que el rey blande.

Sé perfectamente quien es, Neil. Si el rey dice «descansa», la espada se envaina. Si el rey dice «mata» la espada mata. Eso es Estor Zasey. Una herramienta a las órdenes del rey. Un arma incapaz de actuar por sí misma. —Kiran cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra—. Debe de haber venido aquí para asegurarse de que todo está en orden antes de que el rey pase por aquí. Quiere decir que su carro llegará pronto.

La Espada estrelló las últimas figuritas de porcelana contra el suelo. Una chica joven, de cabellos rubios y lisos salió de la casa y se arrodilló ante él.

Por favor, mi padre está muy mayor, no sabe lo que hace. Por favor, mi señor, perdonadle, os lo suplico, por favor —dijo apresuradamente entre sollozos.

¿Ves esa basura? —Estor Zasey señaló a los fragmentos de porcelana esparcidos por el suelo—. Tu padre estaba llamando a la ira de Los Cinco adorando a esos dioses falsos.

¿Dioses falsos? —Bramó el anciano arrodillado—. ¡Esos son mis dioses! ¡Los que yo elegí! ¡Los que mi familia eligió hace lustros! —A pesar de su edad, vociferó tan alto que hasta la gente de las calles más lejanas pudieron oírle—. Tessianea, Anais, Paris, Sazeh, Divela; ¡escupo sobre todos vuestros asquerosos dioses sureños!

Padre, no por favor, ¡cállese! —dijo la chica. Uno de los guardias tendió una enorme hacha de doble filo a La Espada, y tras ello, la niña se echó a llorar. Como si realmente los cinco dioses hubieran estallado de ira, el cielo se oscureció y la discreta lluvia otoñal se tornó en una sonora tormenta. Los vientos huracanados mecían descuidadamente las ropas de la chica, y los rayos y truenos sonaban con un estruendo tal, que la hacían estremecerse bajo el húmedo abrazo de las nubes. Y al final, ni siquiera podía distinguir sus propias lágrimas de la lluvia.

Esta es tu última oportunidad, anciano —advirtió La Espada, apoyando su enorme hacha sobre el cuello del padre de la chiquilla—. ¿Aceptas a Los Cinco en tu corazón como los únicos dioses existentes, y te disculpas ante ellos por haber podido provocar su ira?

Sí, padre —sollozó la chica—. Por favor...

El anciano escupió a Estor en la cara.

Eso será lo único que consigas que salga de mi boca, Espada.

La Espada se limpió la cara con la manga y levantó despacio el hacha. Su cara permaneció inmóvil, sin responder a la provocación del anciano.

En ese caso yo, Estor Zasey, como capitán de la guardia y Espada del rey Faendar Zasey, en nombre de todos los habitantes de Lanaeda y por la gracia de los dioses, te condeno a morir.

Y el hacha descendió con un movimiento limpio y veloz. La multitud gritó, y la chica cerró los ojos creyendo haber escuchado un trueno.
Pero no había sido eso.

Los guardias recogieron el cuerpo y la cabeza del suelo con velocidad. La hija del anciano comenzó a llorar y a gritar, y también se la llevaron.

Que esto sirva de ejemplo para todos los que estáis aquí —vociferó La Espada hacia la multitud, alzando los brazos y tendiéndole el hacha a uno de los guardias con capa dorada—. La guardia real no permitirá que se incite la provocación de la ira de los dioses, y mucho menos cuando su majestad está camino del pueblo. A ese anciano se le han dado muchas oportunidades de rectificar, pero quizá la próxima vez no se os plazca con ese beneficio; más os valdría recordarlo. Y ahora dispersaos, el espectáculo ha terminado.

La tormenta amainó al cabo de unos pocos minutos. Kiran y Neil caminaban por las calles del pueblo mientras sonaban las doce campanadas del mediodía. Ninguno de los dos dijo nada sobre la escena del mercado. No era necesario. Incluso para dos personas casi desconocidas como ellos dos, era fácil conocer la opinión del otro en un situación como esta. Poca gente era dada a los asesinatos a sangre fría.

Llegaron al barrio residencial. Se detuvieron junto a la calle principal de Inda, la única que cruzaba directamente desde la entrada hasta la salida del pueblo. Era algo más espaciosa que el resto de calles, aunque no demasiado.
Un hombre calvo vestido con un jubón claro se encargaba de vallar el camino central de la calle con unas cuerdas atadas firmemente entre edificios, árboles, verjas, y cualquier superficie resistente. Poco a poco, la gente fue amontonándose tras ellas, y con el paso de no mucho tiempo, se formó una cola de personas que llegaba hasta los barrios exteriores. Todos vociferan con entusiasmo. Unos gritaban de impaciencia, otros alzaban elogios, y un grupo de jóvenes cerca de un puestecito lleno de calderos y ollas de metal gritaban insultos a toda voz.

Y finalmente llegó con la primera campanada de la tarde, bajo la envolvente música metálica de las herraduras de los caballos e inundado bajo los alaridos de los pueblerinos.

El portón de madera que servía de entrada al pueblo se abrió de par en par, crujiendo la madera y las bisagras por igual. A través de él entraron una incontable cantidad de soldados con capas doradas montados a caballo. Después, a ritmo muy lento, pasaron cuatro carros cubiertos con sedas rojas y elegantes, adornadas con algunos punteos de hilo azul y con el sol dorado de Antivas bordado en ellas. Del tercero de los carros asomó un hombre con la cabeza coronada. Tenía un largo y elegante cabello canoso y estaba afeitado a conciencia. El rey saludó cortésmente desde su transporte, y volvió a meterse dentro.

La gente se lo tomó como si se tratase de una cabalgata, y realmente la situación se prestaba a ello. Probablemente los jinetes de la guardia real solo caminasen más lentos que los propios carros a los que protegían. Cualquier otro caballo a trote los hubiera podido adelantar; en otro momento, por supuesto, ya que entonces la calle estaba cortada hasta que el rey y sus más de doscientos escoltas hubieran avanzado hacia el norte. O al menos se supone que deberían de haber habido más de doscientos escoltas, porque en ese momento Kiran no veía nada más que unos diez guardias reales al norte de los carros y otros diez al sur. No quedaba ni rastro del primer grupo que había entrado por el portón hacía un rato.

El Cuervo se fijó en los jóvenes que habían estado lanzando insultos entre la multitud. Se abrieron paso a toda prisa y violentamente pasaron por encima de la cuerda. Esta vez, fuera del gentío, se les podía ver con claridad. Vestían unos cueros protegiéndoles algunas zonas específicas del cuerpo. Brazaletes, pecho, grebas; pero carecían de una protección completa. Llevaban la cara envuelta con unos pañuelos negros que solo dejaban al descubierto sus ojos.

Kiran echó un vistazo a los guardias reales. «Demasiado lentos», pensó, «son tan lentos que aún ni se han dado cuenta de lo que está pasando, y para cuando lo hagan serán demasiado lentos para actuar». Sin pensárselo, pasó sobre la cuerda de un salto y se dirigió corriendo hacia los carros. Neil, sin saber por qué, le siguió lo más rápido que pudo.

¡Soles blancos! —gritaron los jóvenes rebeldes, mientras sacaban sus armas y se dirigían hacia el carro del rey.

Kiran y Neil recogieron unas ollas del puesto que había tras la cuerda norte. Kiran contó que debían de ser unos diez rebeldes en total. Uno de ellos, un tipo enorme con un mandoble más grande aún, mató a los caballos del carro del rey de un par de tajos. La multitud gritó y se alejó a toda prisa, pisoteándose los unos a los otros. Otro rebelde fue a clavar un estilete en la tela del carro, pero Kiran lo tumbó de un golpe en la cabeza con la olla. El Cuervo fijó sus ojos rojos en otro de los rebeldes y esquivó con facilidad un par de tajos horizontales, después le agarró el brazo y le desencajó la muñeca de su mano dominante. Neil paró un golpe vertical con su olla, después, como si de una enorme maza se tratase, la ondeó sobre su cabeza y golpeó con brutalidad en la tez de su enemigo.

La guardia real llegó rápidamente, para sorpresa de Kiran. Acabaron sin problemas con el resto de jóvenes e inexpertos rebeldes y estrecharon las manos del bardo y el Cuervo en agradecimiento por su ayuda. Solo los dioses sabían que hubiera pasado si ellos dos no hubieran intervenido, aunque era fácil imaginarlo.

¿En qué demonios estabais pensando? —vociferó el rey Faendar Zasey, con su carro aún detenido y dirigiéndose a su guarida real—. Esos rebeldes igualaban en número a mi escolta personal. Podían haberme matado a mí y mi familia y aún les hubiera sobrado tiempo para beberse todo mi vino antes de escapar. ¿Dónde infiernos está el resto de mi guardia real?

P... parece ser que su Espada les requería para un asunto de vital importancia, su... su majestad —dijo uno de los tipos con capa dorada, visiblemente nervioso y tartamudeando, con una voz tan aguda que Kiran llegó a dudar de que fuera una mujer.

P, p, p, p, parece ser que eres tan estúpido que tu madre ni siquiera te enseñó a hablar decentemente —bramó el rey, burlándose del guardia—. ¿Vital importancia? ¿Qué es más vital que la propia vida del rey, si puede saberse? ¿Es que acaso estoy rodeado de idiotas incapaces de comprender que ha estallado una guerra civil y que el reino está lleno de imbéciles que me quieren muerto? —El rey se llevó las manos a la cara y suspiró, tornando su voz en una que parecía contener un infinito cansancio—. Estoy rodeado de inútiles. Traed otros dos malditos caballos y vayámonos de aquí cuanto antes. —Faendar Zasey miró a Kiran, que había permanecido arrodillado junto a Neil desde que él bajara de su carro—. Tú, el de los ojos rojos, alza la cabeza —ordenó—. ¿Tú eres Kiran de Elias, no es así?

Así es, su majestad —asintió Kiran.

Cuantísimo tiempo, Kiran de Elias. —Faendar sonrió—. Bien, ve a la posada de mala muerte donde quiera que te hospedes y recoge tus cosas, vienes conmigo a Antivas. Ya habrá tiempo para hablar allí. Date prisa, no quiero quedarme en este pueblo ni un minuto más del necesario. Que tu compañero venga también si lo desea.

Kiran estaba confuso. ¿A qué venía eso? ¿Por qué de repente el rey había pasado de saludarle a pedirle que lo acompañara a la capital? No se le había perdido nada en un sitio como ese, pero el Cuervo sabía que los reyes eran personas muy caprichosas, y oponerse a sus deseos algo muy estúpido.

Pero... ¿por qué, su majestad?

El rey se encogió de hombros.

¿Acaso tienes algo mejor que hacer con tu vida? —le preguntó.

Kiran no respondió. Se dio media vuelta y fue a la posada a buscar sus pertenencias.

2 comentarios:

  1. Observación: A través de él entraron una incontable cantidad de soldados...
    Creo que una miríada de soldados se oye mejor.

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  2. Miríada suena demasiado culto para mi gusto. Aunque en una futura corrección me plantearé cambiarlo por otra palabra para que quede mejor.

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