jueves, 23 de agosto de 2012

El Vuelo del Fuego. 2


2
Tratando con el diablo

...y la Dama Oscura dijo «¡Yuyoku, ven a mí!», y el dragón plumífero apareció de la nada. Los tres reyes del norte, el este y el oeste temblaban, conscientes de lo que significaba aquello. «Aquí comienza El Vuelo del Fuego», anunció la Dama, subida sobre los lomos de la bestia.

Breve historia de la gran guerra. Autor anónimo.

La luz seguía inundando la posada, aunque esta había dejado de entrar por los cristales del este, para empezar a filtrarse tímidamente por los del oeste.
Grandir ya casi había olvidado cuanto tiempo hacía desde que compró el terreno e inauguró La Uva Roja. ¿Podrían ser veinte años? ¿Veintitrés quizás? Quién sabe, el caso es que su barba aún conservaba su color natural por aquel entonces. Y su pelo abundaba en mucha más cantidad.

Hoy la posada había estado muy tranquila. Silenciosa incluso. Algunos tipos con pinta extraña, un puñado de prostitutas anormálmente amables y probablemente drogadas, un par de forasteros...
No había hecho falta trabajar demasiado, pero también había sido un día muy aburrido.

El bardo y el tipo de los ojos rojos se levantaron de su mesa y se fueron. Grandir se fijó en que el bardo se despidió de él con la mano antes de salir, el otro parece que no se molestó en ser simpático. Hum... ese tipo de los ojos rojos... qué había dicho que era, ¿un Cuervo? ¿Y qué es un cuervo sino un pájaro de plumas negras? Bueno, a quien le importa lo que quisiera decir. Grandir no se preocupaba de lo que hicieran sus clientes, quienes fueran, a qué se dedicaran o si estaban o no perseguidos por la ley. «Lo importante es que paguen. Esa es la ley suprema» pensaba a menudo.

El problema es que algunos se creían con autoridad para quebrantar la «ley suprema». En ese caso, el castigo debía de ser también supremo. El mes anterior por ejemplo, un tipo con pintas de vagabundo y una alargada cara de rata, tras terminarse su comida, se le acercó y con toda la desvergüenza del mundo, le dijo: «he terminado de comer, estaba todo muy rico y estoy muy contento de haber elegido esta posada. Pero no te pienso pagar». A lo que Grandir le respondió rompiéndole una jarra de cristal en la cabeza. Pero las jarras eran muy caras y no merecían ser desperdiciadas en esos menesteres, así que desde ese día, el posadero guardaba bajo el mostrador una cosa a la que le gustaba llamar «El Castigo Supremo», que no era otra cosa que un palo de madera de arce casi tan grande como medio mostrador.

Se dirigió hacia el ala este, a la zona de las mesas para recoger lo que los dos tipos que acababan de salir habían ensuciado. Siempre tenía que encargarse él de todo: servir a los clientes, hacer los pedidos de cerveza y aguamiel, limpiar la posada, hacer y servir las comidas... En días como hoy no había problema alguno, pero otros el posadero llegaba a terminar reventado. Ya empezaba a notar la edad sobre sus hombros.

«Quizás debería contratar a un ayudante», pensó, mientras sacudía con la mano las migas del mantelito rojo y recogía un par de platos apilados. Constantemente pensaba en ello, como también, constantemente, pensaba otras cosas después como «me haría ganar menos dinero» o «no me fiaría lo suficiente de nadie como para dejar parte de mi negocio en sus manos». Al final siempre llegaba a la conclusión de que lo más conveniente era quedarse como estaba.

El sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte hasta llegar a no ser apenas un fragmento de su totalidad. La luz empezó a amenazar con abandonar La Uva Roja. Grandir bajó las lámparas del techo y empezó a encender una por una las velas. Con tranquilidad. Sin prisa alguna.
Se dio cuenta de que la sala había quedado completamente vacía; a excepción un par de tipos de aspecto extraño que llevaban sentados en la misma mesa desde primera hora de la tarde.
Al principio habían hablado en voz baja, reído a carcajadas y bebido una gran cantidad de alcohol. Pero conforme la luz fue abandonando el lugar, parecía que ellos también habían abandonado el entusiasmo y la paciencia. No era la primera vez que Grandir lo veía. Gente que escogía su posada como punto de encuentro para hacer algún tipo de trato; la mayoría de las veces de dudosa legalidad. Bueno, siempre y cuando cumpliesen la ley suprema, no era asunto suyo lo que quisieran hacer o a quien estuvieran esperando.

Tiró de las cadenas de la pared para subir la última lámpara. Había una para cada zona de la posada, haciendo tres en total. Las velas iluminaban al completo la estancia, mientras que la oscuridad ya era absoluta en el exterior.

La puerta de la posada se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire. El fuego de las velas danzó violentamente y un par de ellas se apagaron, oscureciendo la zona de las mesas por encima del resto de la sala.
Como arrastrada por el viento, una persona entró, pasó junto al mostrador, y se sentó en la mesa junto a los dos hombres que llevaban esperando desde el mediodía.
Vestía una túnica de tela negra como la noche, las manos enguantadas hasta debajo de las enormes mangas y unas botas, también negras, que se escondían bajo la ropa casi por completo.
No llevaba ningún tipo de adorno, ni las telas poseían forma decorativa alguna. Escondía su cara bajo una ancha capucha oscura.

Caballeros, ¿tenéis lo que me pertenece? —preguntó. La voz pertenecía sin duda alguna a una mujer.

Así es —respondió Bylos el ladrón, el más alto de los dos hombres y quien parecía ser el líder—. Pero no me gusta tratar con desconocidos, se vuelve difícil el perseguirlos si intentan engañarte. De hecho ni siquiera me habían contado que fueras una mujer. Muéstrame tu cara.

Me temo que eso no será posible —respondió. A Bylos le resultó extraña su voz. No pretendía ser dulce ni sensual, ni tampoco escondía vergüenza, temor ni respeto; al contrario. Su voz resultaba segura, decidida, y era la que imponía respeto para sí misma. Una voz muy extraña para una mujer—. Si te sirve de algo, no intentaré engañarte. Y si lo hiciera, tampoco podrías perseguirme.

Bylos y su compañero, Sev, soltaron una carcajada. La encapuchada no rió.

Ya veo que no eres como las mujeres normales. Se nota sin necesidad de verte la cara —el ladrón volvió a reír, y la mujer volvió a mantenerse serena—. Bien, pues al menos dame un nombre. El que sea. Solo quiero saber como dirigirme a ti.

Puedes llamarme Essandra, si te place —respondió, encogiéndose de hombros—. Ahora, si ya dais por terminadas las presentaciones, entregádmelo.

Alto, alto —Bylos esbozó una sonrisilla torcida, mientras hacía un gesto de calma con las manos—. Antes hay algo que también nos pertenece a nosotros. Mil estios, lady encapuchada.

Sev, el más enano, coreó otra sonrisa junto con la de su compañero, aunque siguió callado. A Bylos siempre se le había dado mejor el tratar con la gente. Pero a la hora de los hurtos, era Sev quien se encargaba de todo, ya que, según había dicho en una ocasión, Bylos era tan bestia que sería capaz de derrumbar el edificio donde estaba robando. Sin embargo, a él se le daba genial el arte del hurto, había nacido para ello. ¿Pero de qué le servía si carecía de contactos para encontrar trabajos y de mano negociadora para sacar los mejores precios? Los dos ladrones hacían una pareja perfecta juntos. Sev metía la mano en los bolsillos de la víctima, y Bylos en los del comprador.

No juegues conmigo, ladrón —le asaltó Essandra, con su voz imponente y tranquila. Su cara era una sombra bajo la más densa oscuridad—. Desde el primer momento, el trato acordado eran quinientos estios.

Te equivocas, mujer. Ese era tu trato, el trato inicial. Pero los tratos no son como la piedra caliza, no. Los tratos son como el agua, que el viento deforma y traslada a placer. Y ahora, a mí me placen quinientos estios más, si es que quieres ese collar.

El ladrón jefe pudo escuchar un resoplido bajo la capucha oscura. La mujer metió la mano dentro de una de sus anchas mangas. «He ganado», pensó el ladrón y también estafador. Ahora la mujer sacaría de su manga una bolsa llena de estios, llena de mil de ellos, y él volvería a ganar una cantidad indecente de oro gracias a su brillante talento y su mente veloz.
Pero se equivocaba. Ninguna bolsa salió de ahí. Essandra simplemente se remangó.

Has debido de creer que ya que tienes lo que me pertenece, podías estafarme. Que al fin y al cabo, solo soy una mujer —rió ligeramente. Su voz imponente había adoptado un tono aún más grave y penetrante—. Sin embargo, voy a enseñarte cuánto te has equivocado.

Sev soltó una carcajada. Su compañero no lo siguió esta vez.

¿Qué vas a hacer? ¿Vas a pegarnos, mujer? ¿No deberías tener miedo de romperte una uña o algo así? —El más bajito de los dos ladrones había decidido romper su silencio entre risitas y carcajadas. Esta vez era el alto quien había decidido callar.

Bylos se encontraba extrañamente tenso, mientras observaba como la encapuchada mostraba un brazo completamente cubierto por un fino guante de seda negro. Por alguna razón, hasta ahora no se había fijado en los ojos de la mujer. Y ahora, de repente, ahí estaban, flotando sobre esa cara sin rostro. Resultaba extraño, toda su cara le resultaba imposible de ver, hasta la última de sus facciones. Pero los ojos estaban ahí, se veían con plena claridad, incluso resaltaban. El ladrón nunca había visto unos ojos así. Jamás en toda su vida. Eran de un extraño color lila oscuro, y emitían un brillo antinatural. Debían de ser preciosos, pero por algún motivo, en ese momento no se lo resultaban.
El mirarlos le causaba una extraña sensación. Una sensación que no podía explicar y que hacía que se le erizara el bello. Bylos se dio cuenta de que estaba sudando. Y después, de que las piernas le temblaban.

Está en la capilla de la diosa Anais, en Antivas. —dijo, limpiándose el sudor frío de la frente con disimulo. Su compañero le lanzó una mirada, una mirada que hacía una pregunta. Pero no obtuvo respuesta—. Sev quería robar el collar de todas formas, pero yo no pienso cargar con una ofrenda a los dioses robada. Estoy seguro de que no tendrás problema alguno en cogerlo tú misma.

Bylos no podía ver la cara de la encapuchada, pero estaba seguro de que en este momento, en alguna parte de su rostro, se había formado una sonrisa.

Esa ha sido una respuesta inteligente —señaló Essandra. Se levantó de la mesa y volvió a colocarse la manga en su sitio con una sacudida. De algún lugar tras su capucha, sacó una pequeña bolsita que lanzó un sonido metálico al chocar contra la mesa—. No os pienso dar quinientos estios, ya que el trato era que me dieseis el collar en mano. Así que ahora los vientos me placen con que os dé cincuenta. Podéis sentiros unos hombres afortunados.

Essandra se dirigió hacia la puerta, pasando frente a la barra. El posadero disimulaba torpemente no haber estado escuchando su conversación con los dos ladrones.

Eh, ojos lilas —le interrumpió Bylos desde su mesa, alzando un poco la voz—. ¿Para qué tomarse tantas molestias en esa baratija? Ni siquiera vale estos cincuenta estios. No es más que un collar sucio alrededor del cuello de la diosa.

La encapuchada siguió su camino, arrastrando por el suelo la parte trasera de la túnica y sin siquiera girar la cabeza.

Mis razones no son de tu incumbencia, ladrón.

Y salió de la posada, con el aire nocturno meciéndole la ropa y sumergiéndose en la noche.

2 comentarios:

  1. Adelantándome a los otros foreros, haré una pequeña observacion:
    "...Los tres reyes del norte, el este y el oeste temblaban..."
    De ésta forma, pareciera que hay 3 reyes en el norte. Si ese no es el caso, debería ser:
    "...Los tres reyes: el del Norte, el del Este y el del Oeste temblaban..."
    Saludos!!

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