1
Bienvenido,
Kiran de Elias
Se acerca la oscuridad, la llama se alza. La época
del fuego y la espada, el tiempo del cielo y la tierra, el día de
los demonios alados.
El sol se apagará, el cielo oscurecerá; los reyes
abandonarán sus tronos, consumidos por el miedo y el odio. Y al
final, el caos será quien lleve la corona sobre su cabeza.
«Preludio de oscuridad», autor anónimo.
Las risas, los gritos, el tintineo de las copas, las
apuestas sin sentido. En otro momento el tipo sentado junto a la
barra habría amado las tentaciones de la posada; pero llevaba más
de tres días hospedado allí y aún no había encontrado trabajo
alguno.
Se trataba de un hombre corpulento, de cabellos negros y
aspecto no muy mayor. Vestía un jubón de tela rojo con una camisa
blanca debajo. En su cara asomaba una barba de varios días.
Se incorporó y salió al exterior. La luz del sol le
deslumbró por unos instantes.
Inda
no era un pueblo muy grande; su gente sobrevivía de lo poco que
podía ganar con las cabras, las vacas y las gallinas. Las largas
callejuelas curvadas estaban abarrotadas de gente: mujeres comprando
verdura, guardias armados patrullando, mensajeros correteando con
cartas recién traídas por las palomas... El pueblo se veía
plenamente vivo a aquellas horas de la tarde.
Hacía
mucho calor, de ese húmedo y asqueroso que te pega la ropa en la
piel. El verano había quedado ya muy atrás, tan atrás como cuando
llegó el otoño. Pero ese día era caluroso, demasiado para esa
estación.
El hombre moreno observaba a su alrededor, con esos
horripilantes ojos de iris rojizo.
A un lado de la calle, un tipo discutía con una mujer.
Intentaba excusarse tímidamente, mientras la chica rubia gritaba y
le arrojaba prendas desde la puerta.
El joven tenía el cabello castaño y rizado y vestía
una casaca de terciopelo negro sin mangas; debajo, llevaba una camisa
de lino clara. Sobre la cabeza se vislumbraba una boina oscura
colocada de lado; además, en la zona pectoral, atravesada entre la
casaca, tenía introducida una pluma de charrán blanco.
—¡Cerdo! ¡Hijo de puta! —gritaba la mujer,
mientras le arrojaba unos pantalones azules—. Con lo que yo te amo,
¿cómo has podido? —se alejó y recogió unas sandalias marrones
que a poco no acaban estampadas en la cara del suplicante hombre.
—Vamos, Jiluna —siseó, mientras esquivaba las
prendas con habilidad—, no sé por qué te pones así. Te dije que
te quiero, sí, pero nunca dije que no quisiera a nadie más.
—Y encima en nuestra propia casa —entró en el piso
y regresó con un instrumento de madera con cuerdas—, si es que
además de libertino eres un idiota. ¡Un idiota es lo que eres,
Neil!
—¡No, espera, el laúd no! —suplicó el chico—.
¡Por favor, el laúd no!
La joven de cabellos dorados hizo oídos sordos a los
gritos de súplica y el instrumento explotó contra el suelo en mil
pedazos, bajo los agudos alaridos de las cuerdas al rasgarse.
Después, entró en la casa y cerró la puerta tras de sí.
El chico dio media vuelta, cuando un grandullón rubio y
fornido se le acercó.
—¿Oye, por qué estabas discutiendo con esa chica?
—¿Y a ti qué te importa? —le espetó Neil—.
¿Quién te crees que eres para meterte en conversaciones ajenas?
—Su prometido —respondió el grandullón.
—Oh, sí, ya lo creo. Su prometido —rió el tipo de
la pluma, incrédulo de las palabras del fortachón—. Pues debes de
saber que he puesto a tu novia a cuatro patas. Oh sí, ya lo creo: en
la cama, sobre la mesa, en la cubeta de aseo; hasta en el tejado.
El otro hombre, que visto desde cerca parecía un
armario, se puso rojo como un tomate y su cara se tornó rabiosa.
Agarró a Neil de su casaca, y lo levantó del suelo con un solo
brazo.
—¡Enano hijo de perra! —le gritó. El otro joven se
dio cuenta de que había cometido un error; aquella mole
probablemente sí fuera el novio de Jiluna. Estaba apunto de recibir
el primer golpe, y estaba preparado para ello; pero algo hizo que el
gigante detuviera su puño.
—Vamos, ya basta de peleas —dijo el tipo de los ojos
rojos mientras se aproximaba, quien había estado viendo todo el
espectáculo—. Gradullón, el tipo de la pluma está en lo
correcto. Tú novia es una libertina, el un idiota y tú un cornudo.
Nada de eso va a cambiar porque os peleéis.
—¿Qué pasa? ¿Eres amigo suyo? —le preguntó el
armario, haciendo descender al tipo llamado Neil—. Entonces dejaré
al pajarito y te zurraré a ti, si es ese tu deseo.
El ojos de sangre rió.
—Agradece que no lleve mi espada.
—¿Qué pasa? —rió la mole—. ¿Es que no puedes
pelear sin una espada?
—No —le respondió—. Quiero decir que des gracias
de no llevar ningún arma conmigo.
Todo sucedió rápidamente. Apenas en el tiempo que Neil
tardó en ponerse en pie. El gigante trató de golpear al ojos rojos,
pero este esquivó con facilidad todos los golpes; después le
retorció el brazo y le hizo caer sobre sus rodillas. Después, de
una patada en la frente, lo arrojó contra los adoquines.
El enorme fortachón, que hasta hace unos segundos había
impuesto respeto y miedo, yacía en el suelo, con la espalda apoyada
sobre la pared y el brazo retorcido. Pero aún conservaba arrogancia
en la mirada.
—¡Bu! —dijo el ojos de sangre, y la petulancia
desapareció de su mirada, para tornarse en miedo y forzarle a salir
corriendo todo lo deprisa que sus piernas le permitían.
Neil se sacudió las ropas antes de apresurarse hacia su
misterioso salvador. Durante el forcejeo había caído sobre un
charco y el negro de la casaca se había enclarecido cerca del
costado.
—Gracias por ayudarme, amigo —dijo, con una sonrisa
en la cara—. Soy Neil de Ordana ¿Puedo saber tu nombre?
—Yo soy Kiran de Elias —anunció el ojos rojos—.
Deberías tener cuidado con tu lengua, si no quieres que algún día
te la acaben arrancando.
Neil rió.
—Tranquilo, Kiran de Elias. Incluso si no me hubieras
ayudado, habría acabado con esa mole por mi propia cuenta.
—¿Ah sí? —le respondió Kiran, con una sonrisilla
en la boca—. No me lo pareció cuando te vi levantado medio metro
del suelo.
—No importa. El asunto es que me has ayudado, y te
estoy agradecido. ¿Eres de por aquí, amigo de Elias?
—No —le replicó. Su voz era ligeramente rasgada y
muy grave. Imponía respeto al ser escuchada—. Llevo unos días
aquí, aunque no tengo intención alguna de quedarme por mucho más
tiempo. Este es tan solo otro pueblo más sin ningún trabajo
interesante que ofrecerme.
—Bueno —Neil se encogió de hombros—, no sé que
clase de trabajo <<interesante>> es el que tú buscas,
pero te puedo asegurar que este sitio es uno de los lugares menos
interesantes del reino. Yo también llevo poco tiempo aquí, apenas
unas semanas.
—¿Y piensas quedarte? ¿O tienes tú también una
razón para marcharte?
El joven de la pluma en el pecho rió.
—Si no la tenía, acabo de encontrarla —dijo,
señalando la mancha de sangre que el grandullón había dejado sobre
los adoquines—. Ven, Kiran; déjame que te invite a comer para
agradecerte tu ayuda.
La luz del sol se tornaba rojiza al entrar por las
ventanas tintadas de la pared. La posada estaba bastante tranquila en
aquel momento, la poca gente que había sentada en las mesas comía,
bebía, y hablaba de sus asuntos con discreción. El piso se
distribuía en tres zonas fácilmente diferenciables.
En la zona central se encontraba la barra, tras la cual
el posadero limpiaba unas húmedas jarras de cristal con un trapo.
En la sección oeste, elevado algunos centímetros por
encima de la zona de la barra, se alzaba el escenario; pensado para
que algún bardo o grupo musical tocara sobre él y para la
realización de algunos espectáculos sencillos. En este momento se
encontraba vacío.
Por último estaba la zona este, en la cual se
distribuían espaciosamente una gran cantidad de sillas y mesas
cuadradas. En una de ellas, junto a una de las ventanas de la pared,
era donde se encontraban sentados Kiran y Neil.
—No encuentro diferencia alguna entre esta posada y en
la que yo me hospedo -dijo Kiran, encogiéndose de hombros.
—Debes de apreciar lo bueno, Kiran —solicitó Neil—.
Esto es La Uva Roja, toda una posada para caballeros. Nada tiene que
ver con esos otros antros del pueblo, en los que solo hay borrachos,
ladrones y vagabundos.
—De hecho, aquí solo veo borrachos, ladrones y putas
—dijo, señalando a las mesas de su alrededor con la mano.
Neil sonrió mientras arrancaba un grasiento muslo de
pollo de su plato.
—Y agradezco con júbilo la compañía de las putas,
cosa que no puedo decir de los vagabundos, que tienen la mala
costumbre de pedir dinero de forma altruista. Al menos las putas
saben ganarse su sueldo.
La conversación se fue tornando hacia los típicos
asuntos triviales de los que tratan las conversaciones de mesa. A
pesar de ello, Kiran estaba contento de tener alguien con quien poder
hablar; además de la comida, por supuesto, ya que desde que se
encontró con Neil, había tenido que recorrer más de medio pueblo
hasta llegar a La Uva Roja. Este pueblo no era común, no era como
ningún lugar en el que hubiera estado antes. Las casas estaban tan
cerca las unas de las otras que las calles resultaban ser
claustrofóbicamente estrechas; tanto que dos hombres de gran altura
extendiendo los brazos habrían sido capaces de cortar el paso de una
de ellas. Ni siquiera había una plaza grande y espaciosa con niños
jugueteando alrededor de una fuente. Todo era demasiado comprimido y
agobiante. A pesar de ello, no carecía de utilidad. Probablemente en
la época en la que el pueblo fue construido, aquella debía de ser
una zona de conflicto, en alguna de las guerras antiguas. Las altas
murallas y las calles angostas serían una gran ventaja de terreno
para cualquier atacante desconocedor de como moverse por el pueblo.
Los dos conversantes terminaron sus respectivas comidas,
y sin previo aviso, la discusión se fue tornando menos trivial. En
cierta ocasión, Kiran había escuchado que las conversaciones son
como una enfermedad que degenera en otra distinta y más enrevesada.
El tiempo no había hecho más que demostrarle lo cierta que era esa
afirmación.
—Y, por cierto —Neil rebañó la salsa en su plato
con un trozo de pan—, ¿te has enterado de lo de la rebelión de
los Soles Blancos?
Kiran, en efecto, se había enterado de ello; como todo
aquel que viviera en cualquiera de los cinco reinos del continente y
tuviera orejas para escuchar.
Hacía ya más de un año desde que Earnis, señor del
continente de Lanaeda, a sus más de noventa años, muriera. Para
sorpresa de todos, en lugar de relevar el reinado de las tierras
centrales y de los cinco reinos a su hijo Iobry, rey de Mytavar y
señor de los reinos del oeste, lo dejó en manos de Faendar, su
propio hermano y tío de Iobry.
Al principio, Iobry incluso felicitó a Faendar entre
apretones de manos, abrazos, sonrisas y falsas cortesías. Pero poco
tiempo después, tras su regreso a Mytavar, procuró de empezar una
rebelión, con ayuda de algunos fieles seguidores que apoyaban la
sucesión de sangre.
Después, posicionándose en contra de las más
controvertidas decisiones de su tío, también consiguió aliados
entre los campesinos. Se posicionó en contra de la decisión de
cesar el comercio con las islas exteriores y contra el posterior
aumento de los impuestos a causa de ello; también contra la
fundación del tribunal excepcional, o, dicho de otro modo, de la
obligación a que todos los habitantes de los cinco reinos adoraran a
los cinco reyes de las tierras centrales bajo pena de muerte, aun
cuando muchos de esos reinos ya tenían sus propios dioses a los que
adorar; también se puso en contra del cambio del antiguo escudo de
la capital. El sol blanco de Antivas fue sustituido por un sol
dorado, en honor al cambio de la sucesión directa de sangre por la
sucesión política. Al deshacerse de la bandera que desde los
tiempos de los antiguos había ondeado sobre la capital, el nuevo rey
se había ganado muchos enemigos. Y lo que es peor, Faendar había
cometido un grave error de cara a los rebeldes; les había dado un
símbolo que defender.
—Sí —respondió Kiran—, he oído que está
gestándose una guerra civil.
—¿Gestándose? —rió Neil—. La guerra civil ya
está cocinada y más que podrida. La semana pasada, unos Soles
blancos quemaron la casa del consejero del rey. Ese tipo tiene mujer
y una hija viviendo con él, Kiran, podían haber muerto. Esto pinta
muy mal, desde la rebelión de Janappas contra el rey de reyes hemos
disfrutado de más de trece años de paz. Hace ya mucho tiempo de
eso, y se suele decir que cuanto más larga es la paz, más larga es
después la guerra. Se avecinan tiempos malos, Kiran; se avecina la
edad de la espada y la sangre, la época de la ventisca de acero.
—Faendar tampoco es precisamente inocente. Para
empezar, la imposición de una religión bajo pena de muerte es un
llamamiento abierto a la rebelión —Kiran rió—. Y se atreven a
decir que es para no provocar la ira de los dioses. Alguien que se
hace llamar a sí mismo rey no permitiría que su gente sufriera de
esta forma y entregaría la corona a Iobry, que, al fin y al cabo,
era a quien se esperaba como rey desde un primer momento.
—Sí, creo que comparto lo que quieres decir. Mucha
gente ha sido encarcelada por adorar a sus propios dioses. En parte
creo que comprendo a esos rebeldes; a veces el fuego y la sangre es
la única forma de ser escuchado.
—Creo que me has malinterpretado, Neil. Yo no estoy de
parte de nadie, todo lo que huela remotamente a política me provoca
repulsión. Los reyes tienen la mala manía de competir entre sí, y
cuando lo hacen, al final, los que acaban sufriendo son los que nada
querían de la guerra y los que nada acaban ganando de ella. No, para
mí no hay nada de bueno ni noble en el arte de la política, ni en
las coronas, ni en los reinos, ni en los juegos de la traición.
Ningún rey es un rey bueno, pues hasta el momento ningún rey busca
la paz.
—Tú también me malinterpretas a mí, ojos rojos. Yo
soy un hombre de paz, e intento hacer todo lo posible para
conseguirla. Algunos intentan lograrla mediante la espada, mientras
que los más atrevidos intentan atacar el problema desde la raíz,
sumergiéndose en la política. Yo trato de encontrar la paz mediante
las emociones de la gente, y nada llama más a la emoción que la
música y las historias. Siempre y cuando estas sean las apropiadas,
por supuesto.
—¿Tu música y tus historias? —Kiran puso cara de
extrañado, mientras apilaba sus platos en la mesa sobre los de
Neil—. Ah, ahora entiendo lo del laúd. ¿Eres bardo, Neil?
—Has acertado —afirmó, adoptando una cómica cara
de orgullo—. Toqué en la corte del mismísimo rey de Lanaeda,
Earnis, cuando aún se encontraba con vida. Y para tu información,
le gustó tanto que recibí sus felicitaciones personales tras el
espectáculo. Espero que Anais cuide de él en la otra vida, pues era
un gran hombre —suspiró—, el me agradeció el haber tocado
personalmente para él y su familia, y después me pagó lo
suficiente para permitirme tomarme un tiempo de vacaciones. Kiran, te
sorprendería la cantidad de nobles que esperan a que termine de
tocar tan solo para encogerse de hombros y mirarte con cara de bobos
cuando les dices que es hora de pagar por el espectáculo.
>>Si el rey levantara cabeza... -suspiró-, se
avergonzaría de ver lo que su propia familia, lo que los de su
propia sangre se están haciendo los unos a los otros por una simple
corona de metal... —sacó unos estios de oro de su bolsillo y se
los dio al posadero, que se había acercado a la mesa—. Yo invito,
compañero.
Kiran se fijó durante un instante en unos tipos
tatuados que brindaban sonoramente a un rincón de la barra, mientras
la espuma de sus jarras de cerveza salpicaba el suelo. Uno de ellos,
un tipo con más brazo que cabeza y una barba trenzada reía a
carcajadas.
—Dejemos la política por un momento —solicitó
Kiran—. Estoy seguro de que un bardo como tú tendrá mejores cosas
de las que hablar, como de historias inventadas y música
desconcertante.
—No menosprecies la música, Kiran. Una melodía
adecuada es capaz de producir los sentimientos más dulces en el
corazón más frío. Sueño con un mundo de paz, donde la música
calme y purifique las almas de los hombres. Hasta que ese día
llegue, lo único que podemos hacer es intentar encontrar la
felicidad a nuestra manera -el bardo levantó las cejas y sonrió. Se
había percatado de que, casi sin darse cuenta, se había puesto más
serio de lo habitual-. Yo, por ejemplo, intento encontrarla mediante
el libertinaje —rió—, parece ser que Jiluna no lo comprendía.
—De hecho creo que lo comprendía mejor que tú —le
respondió Kiran, tras lo que los dos soltaron una sonora carcajada
al unísono.
El bardo se inclinó hacia adelante en su asiento,
observando los ojos rojos de su compañero.
—¿Y qué hay de ti, Kiran de Elias? ¿A qué te
dedicas tú? Y por favor, no me digas que eres carpintero, porque
sería una tremenda decepción tras lo que le hiciste a la cara del
supuesto novio de Yiluna.
—Soy mercenario -le respondió-. Paga lo suficiente y
podré desde protegerte al ir al banco hasta pelear en la mismísima
guerra del infierno.
Neil amagó una sonrisa.
—No tengo ningún prejuicio hacia ninguna profesión,
y si no quieres hablar de ello no importa, no te pediré que lo
hagas, todo el mundo tiene sus secretos —se encogió de hombros—.
Pero no intentes engañarme. Esos ojos no son los de un mercenario.
—Sé a qué te refieres —le contestó Kiran—, pero
estás muy equivocado. No soy quien tú crees.
—¿Ah, si? —el bardo adoptó una sonrisa irónica—.
¿Entonces no son esos ojos de iris rojo los de un Cuervo? ¿Acaso no
lo sabía y en las últimas décadas el color de ojos rojo se ha
vuelto común en los nacimientos de niños? Que yo sepa, hasta hace
poco el iris rojo era exclusivo de aquellos que han modificado sus
ojos por unos más veloces, algo que solo saben hacer los Cuervos.
Algo que, de hecho, deben hacer si desean realizar correctamente su
labor de cazar magos protestantes.
—Estás en lo correcto, bardo, y parece ser que sabes
mucho sobre los Cuervos. Pero eso no quiere decir que sepas nada
sobre mí. Dejé de ser uno de ellos hace años, cuando me cansé de
cazar a inocentes y volé del Nido. Allá por mi juventud era
inmaduro y estúpido, y realmente creía que los hechiceros eran un
peligro y que debían ser recluidos en el Nido, quisieran ellos o no.
Pero con el tiempo, te das cuenta de que la mayoría solo son gente
que ha desarrollado poderes casi sin darse cuenta, y que lo único
que desean es vivir su vida en paz y sin que nadie les moleste.
—Puedes haberte alejado del camino de los Cuervos —le
interfirió Neil—. Pero nunca dejarás de ser uno de ellos. Eso es
algo que llevas en la sangre, en los ojos —le toqueteó la frente a
Kiran—, en la mente... Recuerda, al final todas las aves regresan a
su nido.
Aun con todo, eres un proscrito ¿no es así? Se supone
que el trabajo de Cuervo es hasta la muerte.
—Bueno —aclaró Kiran, enderezándose sobre el
asiento—, el mío fue un caso un poco particular.
No hay comentarios:
Publicar un comentario